El arte de decir que no


El arte de decir que no

Al cruzar el pórtico retrocedí mil años. El aroma del incienso me cubrió completamente, despertando recuerdos dormidos desde siempre. La multitud se movía bulliciosamente y yo me dejaba llevar por ellos. Imaginaba como debía ser cuando Aladino andaba por ese mismo callejón, portando su lámpara. Aladino y el genio, maravillándose con los exóticos productos que los vendedores voceaban continuamente. Todos me miraban con una amplia sonrisa y gesticulaban para que entrara en su tienda. Todos me veían como una fuente de ingresos, fuente apetitosa y fácil de engañar.

Presentía que por esas mismas calles paseó Gulliver en alguno de sus viajes alrededor del mundo. Junto a mí podía sentir los fantasmas de todos los que en los últimos dos mil años habían estado allí. En aquel lugar el pasado se unía al presente y al futuro, formando una entidad única.

La marea humana me llevó hacia un recoveco en el que un viejo vendía sus frutas. Sentado en el suelo, su cara ilustraba la historia del lugar. Un pellejo curtido por el sol y el calor, unas manos nudosas acostumbradas al trabajo duro, unos músculos sin grasa, preparados para tan duro ambiente. El hombre vestía una chilaba blanca, inmaculadamente blanca. A pesar de estar sentado en el suelo no se veía ni una sola mancha en su ropa, ni un atisbo de suciedad. Desplegó una enorme sonrisa al verme, una sonrisa que enseñaba sin complejos los vacíos entre sus dientes. Me enganchó con su sonrisa. A veces es tan fácil claudicar.

Comenzó a ofrecerme todo tipo de frutas. Naranjas, mangos, aguacates, papayas. Yo gesticulaba diciendo que no, pero el no se rendía. Hablaba rápidamente, en árabe, seguramente alabando las bondades de sus productos. Yo no entendía nada y movía frenéticamente la cabeza, tratando de hacerle entender que no quería comprar fruta. El seguía repitiendo su letanía de forma infatigable. A mí no me gusta perder los papeles ni el sitio y el me estaba llevando a su campo de batalla. Me sentí impotente.

En un descuido me agarró la mano. Ahora era oficialmente su prisionero. De vez en cuando chapurreaba alguna palabra en algo que parecía inglés, pero yo seguía sin entenderlo. Mientras me incitaba a comprar sus productos, mi mente flotaba hacia otros mundos, tratando de imaginar la cantidad de mentiras, traiciones y promesas vacías que se habían forjado en aquellas calles a lo largo de la historia. Yo solo era el penúltimo eslabón de una cadena que no tenía fin. El hombre debía ser uno de los fantasmas que moraban en aquel lugar y todos sabemos que es muy difícil tratar con fantasmas de oficio.

Sentí que me sacudía la mano y volví a prestarle atención. Se estaba enfadando porque yo no reaccionaba. Es la forma en la que me defiendo. Un mecanismo de supervivencia como otro cualquiera. Cuando la batalla está perdida, me quedo quieto y espero a que acabe todo. Siempre me ha funcionado. No podía comunicarme con él, aunque eso no parecía detenerlo. Me gustaría poder decirle que no sin sentirme mal, pero eso es algo que no puedo hacer.

Nadie nos prestaba atención. El mundo continuaba su cansina marcha y nosotros no éramos más que una pequeña grieta en el engranaje, un suspiro en un océano de vientos. Miré a los ojos al viejo y vi en ellos vida, pasión, historia, sufrimiento, rabia, odio. Vi tantas cosas que me asusté un poco. Decidí rendirme. Señalé al montón de aguacates que tenía y le indiqué tres con los dedos. La sonrisa del viejo se ensanchó hasta el infinito. Había vencido y lo sabía. Ya podía añadir una nueva muesca en su bandolera. Otro iluso que caía en sus garras. El hombre me los puso en la mano y los tuve que poner en una de las bolsas que llevaba. Me decía algo, repitiéndolo lentamente pero yo no lo entendía. Supongo que era el precio que tenía que pagar, pero yo no conseguía comprenderlo. Hacía grandes gestos. Supongo que quería que negociáramos el precio, pero yo no valgo para eso. Saqué un billete de mi cartera y se lo dí. En su cara vi que no estaba contento con mi actitud. ?l esperaba que yo participara en el juego del regateo, que alargara nuestro contacto y que gritara e hiciera como que me marchaba. Yo no hice nada de eso. Me quedé esperando a que me devolviera el cambio, si es que había algo que devolver. Negociar puede ser al final un maldito ejercicio, sobre todo cuando lo has de hacer con gente como yo, gente que no sabe como hacerlo.

El hombre asumió que no iba a haber ningún regateo y entre murmullos y maldiciones metió la mano en el bolsillo y sacó un fajo de billetes. Escogió unos cuantos y me los dio. Yo dejé de existir para él en ese instante. Comenzó a buscar una nueva víctima.

… el arte de decir que no de forma natural
la ciencia del perfecto adiós, tajante y sin dudar …

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