Turkineitor


Antes de colgar el teléfono apuntó el código postal y el número al que tenía que ir. Cogió su organizador personal y metió los datos en el GPS. Lo enchufó en el coche y salió disparado, no sin antes llamarme para avisarme que estaba en camino.

Lo bueno del GPS es que nos lleva a donde queramos sin hacer apenas esfuerzo. La voz de la chica en inglés está muy bien, pero no hay nada como la voz de la que habla en flamenco. Tiene un tono de tonta calenturienta que nos pone a los dos, así que escuchamos las indicaciones en ese idioma mientras nos imaginamos a la chica que grabó las voces desnuda en la cabina de grabación, pasándose el micrófono por salvas sean las partes mientras repetía: «La próxima a la derecha», «Coja la siguiente salida», «Cambio de vía en cien metros» y similares. Es increíble lo que se puede uno imaginar sólo con escuchar una voz.

La chica continuó calentándonos durante casi una hora hasta que llegamos a nuestro destino, un descampado en medio de la nada holandesa. Un sólo edificio desafiaba al cielo. El resto estaba rodeado por árboles que no dejaban ver nada. Salió una mujer a recibirnos. Alta y fea como ella sola, con las caderas que se les ponen a las holandesas después de parir tres chiquillos y con el típico descuido de la mujer nórdica casada, que por aquí arriba hasta que firman el contrato se cuidan bastante, pero una vez hay firma, se dejan la barba, el pelo en la barriga y agarran los kilos que han tenido que sacrificar en los años anteriores. Su metamorfosis las transforma en machos sin atributos, pero machos al fin y al cabo.

Volviendo al asunto, la tipa nos acompañó a una oficina en la que el turco tuvo que pagar con su Visa. La transacción fue fría y profesional. La mujer nos dijo que teníamos que esperar unos minutos, hasta que todo estuviera listo. El turco era un manojo de nervios. Sudaba copiosamente y seguía tratando de convencerme. Yo me he negado desde el principio y si el pretendía que cambiara de opinión sólo porque estaba allí, estaba bien equivocado. La vertiente gallega de mi sangre me convierte en un morrudo incapaz de cambiar de opinión, aunque me demuestren que estaba equivocado. El turco, el pobre iluso, pensaba que al final daría el paso y me uniría a él, algo que yo sé que jamás sucederá. El colega trataba de mantener una conversación insubstancial y vulgar, pero con poco éxito ya que yo no podía quitar el ojo de las enormes tetas caídas de la holandesa, que se agitaban como una mar picada mientras ella se rascaba el pelo a la caza y captura de algún piojo perdido. El turco descubrió mi pasatiempo y fijó su atención en el mismo punto. ¿Cuántos litros de leche habrían en aquellos envases? ¿Será entera o semidesnatada? ¿Flotarán o son un peso muerto que la lanza al fondo de los océanos cuando se aventura en sus aguas?

Finalmente se abrió una puerta y alguien salió a saludarnos. El tipo parecía un profesor chiflado. Llevaba una gorra de béisbol que era incapaz de contener aquellos tentáculos que le salían de la cabeza, un pelo ensortijado y rebelde que supongo que llevaría varias décadas alejado del contacto con el agua. El hombre nos lanzó la mejor de sus sonrisas e inmediatamente supe que sus dientes eran falsos, porque aquel blanco niveo no podía ser normal. Su mano era rugosa y fuerte. Cuando comenzó a hablarnos lo hacía como si ambos fuéramos a tomar parte en el negocio, pero por no romperle su clase de recitación no lo corregí. El parecía encantado de la vida y de haberse conocido. Nos arrastró por la puerta por la que habíamos entrado. Después de pasar unas cuantas oficinas llegamos al otro lado. Una carretera surgía de allí, o más concretamente una pista. Una pequeña avioneta estaba aparcada a un lado. El avión era de risa. Parecía un pequeño utilitario. Daba la impresión de haber sido usado mucho más de lo aconsejable. Nada que ver con estos aeroplanos que salen en las películas. Aquello era una caricatura de avión. El turco no dijo nada, pero por la forma en la que movía las manos se notaba que la adrenalina ya circulaba a destajo por su cuerpo. Su cambio de color también era francamente visible. Estaba adquiriendo una tonalidad pálida propia de alguien que está a punto de sucumbir al pánico. Me miró con ojos de cordero degollado y le devolví la mirada sin inmutarme. Mi decisión estaba tomada y ahora más que nunca. Le expliqué al hombre que yo solo venía a mirar a mi amigo y a rezar por él. El turco esbozó una sonrisa de compromiso, pero se notaba que estaba por claudicar y quedarse conmigo. El hombre murmuraba monotonamente que aquello era muy seguro y que también era muy divertido. Yo pensaba en el BMW que teníamos en la puerta y en como el coche era mayor que aquel trasto. El turco se sacó sus gafas Ray-Ban, las mismas que usaba el Tom en Top Gun y se las puso. Este era uno de los momentos culminantes de su vida, su iniciación como piloto. Me aguanté la carcajada por aquello de la amistad.

Se fueron los dos juntos hacia el avioncito. Yo me quedé por allí. Las puertas eran como las de un coche y cuando la cerraron, tuvieron que repetir la maniobra varias veces porque aquello no parecía trancar bien. El turco me miraba desde la cabina y yo le decía adiós con la mano, con la más cruenta de mis sonrisas. El trasto aquel dio un respingo y después de varios estornudos arrancó el motor. Era jodidamente ruidoso. El turco se colocó unos cascos en la cabeza. El cacharro aquel parecía modular el sonido en diferentes frecuencias. A veces sonaba bien y a veces daba la impresión de que se calaba el motor allí mismo. Finalmente se comenzó a mover, al principio a trompicones y luego de forma más segura.

Visto y no visto. El avión cogió carrerilla y casi inmediatamente estaba en el aire, bamboleándose. No conseguía hacer una línea recta, subía y bajaba continuamente. Dieron la vuelta e hicieron una pasada por encima mío. Juraría que mi amigo estaba sufriendo un ataque agudo de pánico o al menos eso parecía. El trasto aquel siguió su camino. De vez en cuando los oía y los veía pasar por el cristalino cielo. El ruido que hacía el motor seguía su extraño ritmo. Después de unos veinte minutos pensé que se estrellaban. Aquel minúsculo mosquito venía directo hacia mí perdiendo altura por momentos. Después de unos segundos que me parecieron años se estampó contra el suelo y salió rebotado. Siguió rebotando unas cuantas veces más, mientras al mismo tiempo el viento lo agitaba y lo balanceaba. Llegaron hasta el sitio donde estaba aparcado el avión cuando comenzó todo y el motor, tras quejarse por última vez se paró. Se abrió la puerta y salió el piloto chiflado. Detrás de él venía mi amigo, aún más pálido. Se había quitado las gafas, o se le habían caído. Yo creo que ni él se creía que hubieran conseguido llegar sanos y salvos.

Se acercaron a mí. El piloto estaba muy excitado y no paraba de hablar. Yo le pasé un brazo por el hombro a mi colega y nos marchamos. No creo que se apunte para el curso. Con esta clase fue suficiente. El cielo no es para nosotros.

,

2 respuestas a “Turkineitor”

  1. Esperemos que no, Yumiko, que gracias a la voz holandesa del GPS no necesitamos calefacción en invierno cuando vamos en el coche. Lo mejor de los mitos es no conocerlos, así que espero que por siempre sea únicamente una voz.