La vuelta al Norte


El viaje de retorno comenzó bien temprano. Llegué al aeropuerto cerca de las siete y cuarto de la mañana. Por suerte los autobuses con los cabeza de queso llegaron un poco más tarde y me puse en la cola para facturar siendo uno de los primeros. Por delante de mí habían unas cuantas personas. Entre ellos, una pareja que llevaba un perro bastante grande. Me extrañó porque cuando uno se lee la información en el web de la línea aérea, dicen claramente que no aceptan perros que no puedan viajar en cabina. Visto el plan, cuando nos dividieron en dos grupos para facturar me puse en el lado opuesto a ellos. Pude ver como los bloqueaban en el mostrador de facturación y les trataban de explicar la situación. El perro tenía su pasaporte canino, tenía todos los papeles en regla, pero no querían meterlo en el avión. Al final se fueron a discutir a las oficinas de la línea aérea. Después de facturar pasé el control de pasaporte, que han mejorado bastante desde la última vez que estuve por allí. Han puesto un laberinto previo a la entrada en el que das más vueltas que un tonto y finalmente llegas frente a una tía con bigote (o quizás un tío afeminado) que te obliga a poner todo en una bandeja y después te autoriza a pasar el control de seguridad. Como yo siempre llego en pelota picada a ese punto, me colé y en seguida estaba dentro.

Tenía que esperar cerca de hora y media, así que me dediqué a pasear por el recinto aeroportuario. A las siete y media uno se espera que la gente esté tomando cafelitos y demás. Craso error. Habían como cinco vuelos charter con destino al Reino Unido. ¿Qué beben los ingleses? Pues eso mismo, cerveza. Me crucé con un grupo de tías que se estaban poniendo tibias a base de jarras enormes de cerveza. Eran del tipo fondonas, sobradas en carne y con menos educación que cualquier quinceañero de la actualidad, algo que es bastante difícil de superar. Las británicas hablaban a gritos, se empujaban unas a otras y soltaban tremendos eructos. Era una postal encantadora y capaz de despertar la libido de cualquier mente calenturienta. Crucé muy cerca de ellas y me dedicaron una sarta de algo que supongo eran piropos. Yo a cambio les dejé un regalo gaseoso, uno de esos pequeños detalles que tardan diez segundos en hacerse notar y que te permiten poner tierra de por medio. Cuando saltó la bomba informativa entre ellas, yo ya estaba lo suficientemente lejos y las oí acusándose unas a otras y poniéndose de vuelta y media. Momentos como este son los que hacen feliz una vida simple y sencilla como la mía.

Ya en vuelo se cumplió la máxima que Yumiko niega una y otra vez. Tres azafatas y un azafato. En la escala julandro de detección de pérdida de aceite entre cero y diez ese conseguía un sesenta y nueve. Fíjate si perdía aceite que me traje dos garrafones para la freidora. Era un espectáculo en movimiento. Cruzaba la cabina mesándose el pelo y con la mano medio levantada en pose Nefertiti reina del alto y bajo Egipto que era algo digno de verlo. La gente se partía de risa cada vez que pasaba, lo cual hacía a menudo. Inclinaba el cuerpo hacia adelante para que su culillo se marcara, ponía la mano en ángulo de noventa grados, empezaba a agitar la cabeza para que su pelo alcanzara el volumen adecuado y se echaba a andar por el pasillo. Nosotros le hacíamos la ola para animarlo. Este va a una iglesia española a convertirse al catolicismo y el cura lo echa a patadas por haber tenido unos padres violentos y una infancia difícil o imposible, que parece que son las causas que te llevan a adoptar ese incorrecto modo de vida. El mar-i-quita por supuesto verificó que mi cinturón estaba correctamente abrochado dándole un tironcillo que previamente lo llevó a cogerme la copa del paquete por completo. Yo ya estoy curado de espanto y ni me inmuto. La vieja que estaba a mi lado y su marido no se lo tomaron tan bien, ya que para alcanzar el fruto de su deseo los tuvo que apartar y echarse sobre ellos.

En un avión con ciento ochenta y ocho asientos para pasajeros volábamos ciento noventa y ocho, con diez niños menores de dos años y sin derecho a asiento. Los chiquillos practicaron el llanto sincronizado y allí no había quien aguantara tanto grito. Les tomó medio vuelo calmarse. El piloto se debía haber tomado unas setas alucinógenas y se agarró al micrófono y casi no lo suelta. No sólo nos contó la ruta indicando todas y cada una de las ciudades que íbamos a sobrevolar, sino que además nos explicó exactamente la velocidad del avión en comparación con un coche, una bicicleta y un peatón y nos detalló con una precisión que asustaba el consumo de combustible de aquel cacharro. Estuvo como diez minutos dándonos la charla. Al final ya nos lo tomábamos a cachondeo y lo vitoreábamos. ?l, que nos debía oír a través de la puerta blindada, salió a saludar cuando terminó y lo recompensamos con un unánime aplauso que alborotó aún más a los chiquillos llorones.

Sin más contratiempos llegamos a Rótterdam, el aeropuerto de destino. El aterrizaje fue de los que no me gustan. Odio los aeropuertos pequeños porque tienen unas pistas muy rácanas. El piloto toma tierra, mete la inversión de motores y empieza a clavar frenos con tanto ahinco que realmente piensas que es el fin de tus días. En el último instante, cuando ya parece inminente la catástrofe, aparece la pista auxiliar y respiras aliviado. Lo único que puedes hacer entonces es aplaudir para liberar la tensión.

Y aquí estamos, de vuelta a los Países Bajos.

,

3 respuestas a “La vuelta al Norte”

  1. puedo prometer y prometo que donde curraba yo el porcentaje era terriblemente más bajo. Lo mismo es porque vuelas en compañias de bajo coste y se tiene que notar en algo 😛 Un beso

  2. Yo diría que son más caros que los otros, que seguro que trabajan de gratis solo por estar rodeados de esas chochas en edad de efervescencia. No sé, creo que en el departamento de recursos inHumanos de muchas aerolíneas debe haber gente muy rarita trabajando. Hasta ahora, sólo United Airlines se escapa. Esos lo que contrataban eran marines grandes como armarios empotrados.