El tórrido regreso a casa


Llego a Rótterdam y hay veintiocho grados de temperatura. Suena muy bien, pero el problema es que los veintiocho grados holandeses no tienen nada que ver con los canarios. No sé si es por la humedad o por qué otra razón. Según las páginas que suelo visitar, la humedad relativa es del sesenta por ciento. Sin embargo parece del cien por ciento. Cuando salgo del aeropuerto cojo una guagua sin aire acondicionado. Conmigo iban bastantes pasajeros, así que vamos allí dentro sudando como cochinos. Cruzamos nuevamente los barrios en donde vive el lumpen de la ciudad.

Cuando la guagua nos deja en la estación, estoy más sudado que las bragas de la veneno. Corremos hacia la estación para buscar refugio y aire acondicionado. Por desgracia no lo hay y aquello es una sauna enorme. Miro del derecho y del revés los paneles que anuncian los trenes y no doy con el que me tiene que llevar. Me acerco a información a preguntar al empleado de turno, el cual estaba hablando con una amiga sobre el sexo de los ángeles y me ignora durante cinco minutos, hasta que mis carraspeos y zapateado lo enervan lo suficiente como para echarme un ojo encima. Me informa que por culpa de un mantenimiento programado no hay trenes con Utrecht y para volver a casa tendré que hacerlo via Schiphol. Me supone media hora más lo que me permitirá recuperar el dinero de mi viaje en tren, al igual que sucedió en el trayecto de ida. El tren viene con diez minutos de retraso. Cerca de mí en el ánden hay un hindú más perdido que Yola Berrocal en una biblioteca. El hombre lleva maleta, por lo que imagino que quiere ir al aeropuerto de Schiphol pero no sabe como hacerlo. Trata de preguntar a la concurrencia pero la gente no está por la labor de explicarle y finalmente termina viniendo hacia mí, visto que yo llevo el mismo uniforme que él (maleta y mochila a punto de reventar). Le informo que hay retraso y que el tren llegará por ese anden, así que lo insto a esperar y mirarme fijamente, a ser posible con ojos arrebolados y con pensamientos puros.

Aparece el tren y la mala suerte habitual hace que la única puerta defectuosa del susodicho sea la que queda delante mío, forzándome a volver a las carreras habituales en estos casos, arrastrando mis treinta y pico kilos de lastre. Entro y consigo sentarme en la planta alta, cerca de la puerta. En los siguientes veinte minutos, un grupo de africanos continentales (no olvidemos que yo soy africano insular) de piel morena pasaron el tiempo corriendo por todo el tren tratando de esquivar al revisor, que los perseguía con ensañamiento. Después de que se fueron, aparecieron dos marroquíes con una pinta de mala gente increíble y se pusieron en los asientos del otro lado del tren, justo a mi lado. No hablaban entre ellos, lo cual era más sospechoso. Tuve suerte y se subió una banda de españoles que también entraron en dicho vagón y se pusieron cerca, con lo que los tipos, si pensaban hacer algo, se tuvieron que joder y terminaron por marcharse. Los cristianos de mi tierra hablaban y hablaban y comentaban como llevaban más de veinte kilos adicionales y como iban a intentar colarlos en el avión. Se quejaban de lo cara que es Holanda y lo oneroso que se ha vuelto el comprar material para porros.

Ya cerca del aeropuerto, en donde tenía que hacer transbordo, bajo las escaleras y me pongo cerca de la puerta del lado contrario a la que está defectuosa. Cruzo los dedos y espero que el tren pare de ese lado. Los españoles oyen el anuncio y bajan también las escaleras. Se colocan junto a la puerta mala. En un asiento cercano hay una persona con minusvalías psíquicas, o lo que cruelmente se llama subnormal (y que conste que no es cachondeo). Los de la piel de toro son cuatro. Siguen con su parloteo incesante y en un bandazo brusco del tren, salen despedidos y caen encima de la persona con la capacidad intelectual reducida. No solo cayeron ellos, sino que la maleta se le fue encima al pobre, que pegó un grito desgarrador. Se recuperan todos y empiezan a disculparse en inglés, mientras yo me río por lo bajini agarrado como estaba a un buen soporte. El desgraciado que sufrió la avalancha los insulta en holandés o algo parecido porque no lo entendí mucho. Cuando llegamos a la estación, el tren para del lado de la puerta rota y tenemos que volver a darnos un carrerón para alcanzar una salida. Se me olvidaba comentar que éste era uno de los trenes más nuevos y tiene aire acondicionado, aunque por culpa de las altas temperaturas casi no se notaba o quizás ni siquiera lo encendieron.

En el aeropuerto aproveché para comer algo y bajé al anden a coger el stoptrein a Hilversum. Estos son siempre del modelo más antiguo, sin ningún tipo de lujo asiático. Conseguí un buen asiento y a partir de ahí, a perder peso con gusto, sudando como un cerdo en el matadero. Los cuarenta minutos que tardó el viaje se me hicieron interminables. Con el agua que perdí se podrían haber llenado dos baldes. Iba más mojado que la compresa de Carmen de Mairena. Pensé que me moría allí mismo. Cerca de mí había una pareja con niño en cochito. El chiquillo lo estaba pasando aún peor. Era una babosa sudorosa que no paraba de berrear, algo comprensible. Supongo que se debía estar preguntando la razón por la que lo torturaban de esa manera.

Nos bajamos todos en Hilversum y desde allí fui caminando a mi casa, que no está muy lejos de la estación. Cuando llegué mis temores se confirmaron: mi casa es una caldera encendida. Ni ventilador, ni ventanas abiertas, ni pollas en vinagre. Esto es el puto infierno.

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2 respuestas a “El tórrido regreso a casa”

  1. dicho así das mucha pena 😀
    sino fuera por lo bien que te lo pasas aqui no se porque te sacrificas tanto

  2. Desde que me gane la lotería, viajaré sólo en limusina por el país y seguiré volando en vuelos charters porque son los únicos que van directos a Canarias y yo paso de mamarme 2 o 3 horas en Madrid o Barcelona