Pensamientos sueltos


Ahora que busco casa en otra ciudad me doy cuenta lo mucho que me gusta vivir en Hilversum. Después de cinco años paseando por estas calles conozco a un montón de gente y es raro el sábado que cuando salgo no tropiezo con un conocido y entablamos una de esas conversaciones sin contenido que no llevan a nada, pero que te permiten más tarde comentar a otras personas que viste a alguien.

El paseo del sábado por el mercado es un clásico. Toda la ciudad se acerca a comprar verduras, frutas, carne o pescado. Te cruzas con turcas andando tres pasos por detrás de sus maridos, cargadas como burras mientras ellos no llevan nada y saludan a otros miembros de su comunidad. Ves llegar a las holandesas en bicicleta, con un niño sentado en una sillita que se sujeta al volante y otro en la parte de atrás de su bici. Las holandesas sueltan a sus hijos y son estos los que tienen que mantener un ojo en su madre. Los chiquillos son como patitos persiguiendo a la mamá. También tropiezo con muchos latinos, italianos, españoles, portugueses, todos chillando y con los niños haciendo de las suyas o llorando a grito pelado cuando los reprenden. Es una escena rara, porque los niños holandeses raramente hacen ruidos en la calle. Me recuerdan a los niños del maíz, el libro de Stephen King.

Los domingos que abren las tiendas, normalmente el primer domingo del mes, la ciudad despierta y se llena de vida, con todas las tiendas abiertas. Ahora en verano no es tan espectacular, pero en invierno, cuando estamos ateridos de frío y la oscuridad nos envuelve, es encantador el salir de compras y tomarte más tarde un vinito alemán caliente o un capuchino en uno de esos cafés con las paredes marrones de tanto humo de cigarro como han chupado. Esos días te ves a la gente cargada, con kilos de ropa para aislarse.

Son las pequeñas cosas que de alguna forma me siguen atando a estas tierras tan frías y lejanas

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