Deconstruyendo el cuento de la princesa II


En el capítulo anterior descubrimos como llegó al mundo esa sucia y rastrera perra que es Samanta. La dejamos trabajando en una hamburguesería cercana a palacio.

Al principio los dueños del restaurante de comida rápida, famoso eufemismo tras el que se encubren esos antros de comida precocinada Dios sabe donde, de dudosa calidad y servida por unos empleados que reciben unos sueldos miserables, estaban contentos. La gente acudía desde todos los lugares del reino para poder ver en acción a la que en un futuro sería su reina, al igual que los medios de incomunicación. Samanta, a la que le gusta más una cámara que chupar una polla untada en sirope de fresa, se lo pasaba bomba, dando entrevistas y saludando. Sin embargo, la alegría inicial se trocó en pánico cuando la gente dejó de acudir a dicho recinto y ciertas historias se propagaron por el tradicional y poco controlable sistema del boca a boca.

Al igual que en ocasiones anteriores, llegó un momento en el que resultaba insostenible el mantenerla en su puesto de trabajo y la animaron a continuar por el sendero del éxito a través de empresas más ambiciosas. A Samanta le dolió un poco, pero acostumbrada como estaba a la precariedad laboral inherente a su estatus de princesa, se lo tomó con filosofía tántrica y se fue de compras. Volviendo al palacio le dio un arrebato y se bajó del vehículo oficial para caminar un rato por un parque.

Era una de esas eternas tardes de fin de primavera y por todos lados se podían ver parejas copulando indiscretamente en la hierba mientras simulaban estar leyendo libros. Resultaba muy difícil engañar a una observadora tan puesta en estas lides cuando todos practicaban el Dale, Don, Dale mientras embestían a sus hembras y en algunos casos, a sus machos. También había una pareja de lesbos que a falta de Dale, Don, Dale se tenían que conformar con hacerse la prueba del algodón la una a la otra. Samanta miraba melancólicamente a su alrededor, pensando si merecería la pena interrumpir alguno de los actos y tomar posesión del macho. Andaba distraída junto al agua de uno de los pequeños lagos que como gotas de rocío perlaban el parque cuando sin darse cuenta se encontró con un sapo enorme que la miraba sin arredrarse.

Se mantuvieron la mirada durante unos milisegundos que a ambos parecieron eones. El sapo, desde la piedra en la que reposaba, contemplaba asqueado aquel cacho de carne mal hecha. Por la cabeza de la Princesa cruzaron las leyendas y cuentos que hablan de este tipo de ocasiones y decidió arriesgarse. Agarró al sapo antes de que pudiera huir, se lo acercó a los morros y le plantó un soberano beso.

Nunca antes en la historia real un ósculo fue tan repugnante. El pobre animal trató de impedirlo pero su pequeño tamaño lo colocó en inferioridad de condiciones. Ella le restregó su áspera lengua por el hocico mientras cerraba los ojos y pedía su deseo. Cuando acabó con él lo depositó en el suelo.

Una espesa niebla surgió de la nada y los envolvió a ambos. Corrientes de aire salidas del vacío removían el humo y ejecutaban una endiablada danza que parecía no tener fin. Cuando por fin acabó el espectáculo pirotécnico, al lado de ella se encontraba un hombre. Era más alto que ella, esbelto, rubio guapísimo, con un delicado tono de piel y una fina capa de vello en sus brazos. Sus manos bien arregladas permanecían pegadas a su cuerpo, tratando de taparse. Sin embargo, no estaba desnudo. Tenía unos leotardos rojos, una faldita pequeña azul y una camisola con volantes blanca. De los puños de la camisola salían unas protuberancias horrorosas. Sus zapatos parecían de bailarina y llevaba un pequeño gorro a juego con la falda que coronaba su espléndida melena amarilla. Su pelo no tenía las puntas abiertas ni caspa en las raíces. Sus labios eran carnosos y con un seductor tono rojo.

Samanta comenzó a lubricar inmediatamente. Todas las partes de su cuerpo comenzaron a tomar posiciones ante el inminente acto de pasión carnal que allí iba a tener lugar. La gruesa y babosa lengua de la princesa relamía sus labios festejando el placer venidero. Su organismo se comportaba como un mecanismo de precisión que iba a ejecutar los movimientos para los que había sido programado de manera inmediata. Su pelvis comenzó a agitarse levemente y sus piernas comenzaron a abrirse. El hombre mientras tanto no dejaba de recorrerse con la vista y su rostro no podía ocultar el horror que sentía ante lo que veía. Se sujetaba la falda con una mano para evitar que se la levantara el viento. Miraba hacia ella y sentía aún más pánico. Después se volvía a mirar sin terminar de creérselo. Su pelo perfectamente libre y natural ondeaba al viento lanzando destellos dorados. Sus dientes eran de un blanco inmaculado. Se veía reflejado en los ojos lascivos de aquella tipa que estaba frente a él. Sus sentidos le decían que algo muy malo estaba a punto de suceder. El vello de punta en sus brazos era una clara advertencia. No sabía si tirarse al suelo de rodillas a implorar clemencia o tratar de huir y esquivar a los guardaespaldas.

Los dejamos aquí, frente a frente, Samanta y el sapo convertido en príncipe.

Aquí acaba esta segunda entrega. El cuento continúa en Deconstruyendo el cuento de la princesa III