En el Parque Nacional de Siem


El relato de este viaje comenzó en El comienzo de otro gran viaje

Una vez más me tocaba madrugar para salir de excursión. Por suerte ya estoy tan acostumbrado que me despierto sin problemas desde bien temprano. Bajé a la recepción a las siete y media y al poco llegó la furgoneta que me venía a recoger. Me llevaron al mismo sitio al que fui el día anterior solo que antes paramos a recoger a una pareja de británicos y los tres juntos nos fuimos a desayunar nuestra barra de pan con mantequilla y mermelada con café. Después del desayuno nos pusimos en ruta y recogimos un montón de gente más con lo que yo me temía una nueva sauna gratis pero a la mayoría los dejaron en la playa para hacer la excursión a las islas y solo quedamos cinco para la visita al parque nacional de Siem. Para llegar a la entrada al mismo es media hora por carretera ya que está a unos veintitrés kilómetros de la ciudad. Allí dejamos el coche y nos montamos en uno de los barcos de los guardas del parque ya que el paseo se hace bajo su control.

Nos dieron una charla en la que nos explicaron un poco la razón para la existencia de este sitio y el tamaño del lugar y cuando estábamos listos nos subimos al barco junto con nuestra comida y bebida. Después vino hora y media navegando por los manglares, disfrutando del exceso de vegetación y recorriendo unas aguas muy poco profundas en las que de cuando en cuando podíamos sentir como el barco tocaba el fondo. Pasamos junto a pescadores con red, a pescadores con sedal, y junto a redes que dejan puestas durante el día y las recogen al atardecer. Era marea baja y por ello también había un montón de mujeres y hombres recolectando almejas ya que el fondo del río está lleno. Van completamente vestidos y sacan del fondo las almejas, las extraen de su caparazón y se quedan solo con la carne. Según me contó el guía pueden hacer unos cinco kilos por persona los cuales casi no les dan dinero. En otra parte del parque otros cogían gambas del fondo con las manos y las iban echando en garrafones. Por todos lados se veían unas barquillas muy pequeñas y de pinta frágil que se mueven con remos y en las que prácticamente viven. Esta gente son de condición social muy pero que muy baja. En una de las barcas tenían un brasero y la mujer estaba preparando algo de comer mientras el marido pescaba. La vida de esta gente es trabajar en las mareas bajas ya que con la alta lo único que se puede hacer es pescar y no se pueden recoger ni almejas ni gambas.

El guarda forestal nos explicó cosillas sobre el parque y así matamos el tiempo hasta que llegamos al lugar en el que comenzaba la caminata. La marea estaba muy baja y la barca no se podía aproximar así que tuvimos que saltar al agua a unos doscientos metros de la orilla y continuar andando. Como llevaba las botas de caminar, me las quité y de esa guisa fui andando por el barro, lodazal, agua en el que se convierte la zona. El guarda nos dijo que procuráramos no pisar una almeja abierta para no cortarnos y que tuviéramos cuidado con lagartos y serpientes de agua. Pura alegría y cosa buena. Llegué el primero a tierra y allí nos dijo que nos secáramos los pies en la hierba. Después trajo un trapo que estaba lleno de raña y que traía el sello que garantiza que al usarlo seguro que agarras metrosexualismo, tifus, difteria, polio, gilipollismo, lepra, cólera, dengue y marimandonismo y que no lo dude nadie, me limpié los pies con aquel trapo hediondo y me volví a poner los calcetines y los zapatos, aunque tenía la sensación que aquello era una ruleta rusa.

Estábamos en una pequeña villa de pescadores y en el camino cruzamos por sus casas. En total viven en aquel lugar unas cincuenta familias, todas dedicadas a la pesca. Tienen una pequeña escuela patrocinada por un tal Jesús y espero sinceramente que el tipo que la lleva no sea católico o esos niños lo van a pasar muy mal cuando les empiecen los tocamientos y abusos que son la marca de la casa de la religión esa. En medio del pueblo tenían una especie de cocina comunal y estaban preparando una mega-sopa con substancia y recién les habían traído un cargamento de pollos que seguro que acaban más bien pronto en la olla.

Una vez salimos del pueblo nos topamos con unos cuantos búfalos disfrutando del barro y después con una planta carnívora que al tocarla cerraba las hojas para atrapar insectos. Más allá nos esperaba la jungla por la que cruzamos esquivando ciempiés enormes y otros bichos de los que prefiero no acordarme. La caminata no se hizo muy larga y al terminar llegamos a una preciosa playa de arena blanca en la que estábamos totalmente solos. Los alemanes no se quisieron bañar así que la pareja británica y yo fuimos los únicos que nos lanzamos hacia el agua. Estuvimos en remojo hasta que parecíamos pasas viejas y al salir nos secamos al sol y después aprovechamos unas rocas para lavarnos los pies y ponernos los zapatos. Todo un alivio el volver a tener los pies limpios.

Hicimos la caminata de vuelta más relajados  y al llegar al pueblo fuimos a la cabaña-oficina de los guardas del parque en donde nos tenían el almuerzo preparado. Consistía en filete de barracuda con ensalada y una barra de pan, un refresco de Cola de marca conocida y de postre plátano y piña. Estaba delicioso. Después de comer les dimos las sobras a tres perros que estaban en la zona y que se comían con la misma alegría un trozo de pan que un trozo de plátano. Supongo que los animales están tan acostumbrados a pasar hambre que no le hacen ascos a nada. Un niño se llevó dos barras de pan que sobraron.

Estuvimos una hora por la zona, paseando y disfrutando de la brisa marina y al mismo tiempo esperando que subiera la marea lo suficiente para poder navegar. Cuando se dieron las condiciones adecuadas, nos montamos y comenzamos el viaje de vuelta en el que los pescadores de ostras y gambas se afanaban en remar y en volver con sus barquillos ya que con la marea llena no pueden hacer nada.

A medio camino paramos en un lugar en el que hay una pasarela de unos cien metros de largo que se adentra en el manglar y conduce a una torre de observación de unos doce metros de alto. Subimos al lugar para admirar la zona y hacer unas cuantas fotos y después de bajar regresamos al barco y continuamos nuestro camino hacia las oficinas del parque en donde nos esperaba nuestro conductor.

A mí me dejó primero en el viaje de regreso ya que mi hotel está en la ruta que hicimos. Aproveché para echarme una siesta y por la tarde me organizaron el viaje para ir en motocicleta a la playa de Serendipity en donde puedes comer un plato de barbacoa por tres dólares. Encontré un sitio que estaba bastante lleno y en el que la comida parecía fresco y me pedí una barbacoa de marisco. Me la zampé con gusto y la acompañé con dos latas de refresco, los cuales son más caros que el alcohol. Con todas las historias de movidas que me han contado del lugar, ni me planteo el tomarme una cerveza.

Al terminar traté de encontrar al motorista que me había traído, el cual me dijo que se esperaría para llevarme de vuelta pero obviamente, se cansó o no lo vi. Da igual, un turista buscando transporte es como un caramelo en la puerta de un colegio y se acercaron un montón a ofrecerme sus servicios. Un par de ellos pretendían levantarme una pasta gansa pero los ninguneé y en esas apareció otro que aceptó mi oferta y me alcanzó al hotel. Así acabó mi estancia en Sihanoukville ya que a la mañana siguiente salía para Phnom Penh y los del hotel se habían comprometido a acercarme a la estación a las ocho de la mañana.

El relato continúa en Tránsito de Sihanoukville a Phnom Penh