Hospital Insular


Esta historia la escribí en Marzo del 2003. Estaba en la versión anterior del web Distorsiones. En ella se hace referencia de otra que nunca ha salido publicada en la bitácora y que quizás algún día me decida a subirla. Pertenece a estas grandes historias que vengo arrastrando desde tiempos inmemoriales.

Primera Parte
Prácticamente ha pasado un año desde que narré la historia de E.T…. … aquello ocurrió a finales de Abril. Inmediatamente después de aquella historia, contacté con intelectuales del sistema sanitario español para que me informaran de los efectos devastadores sobre mi salud de los desmayos producidos al viajar borracho encaramado al volante de una bicicleta holandesa. Los contactos preliminares fueron francamente fascinantes. De dos opiniones médicas «solventes» obtuve dos desahucios, daban por finalizado mi camino en éste católico mundo de Dios. Los términos científicos empleados para definir mi estado me produjeron ansiedad y pánico, sólo aliviado por pensar que fui tan afortunado de vivir para ver a Yola Berrocal mejorarse su cuerpo con silicona.

Uno de los diagnósticos fue de crisis sincopaidal de los registros anteriores debida a los bajos flujos pleistocénicos, y el otro, más simple, era estás jodido.
Con este bagaje, viaje a Canarias y moviendo contactos conseguí una cita en el Hospital Insular con uno de los médicos del departamento de Cardiología. Me encamino una mañana al mismo.

Ir a ese hospital es siempre un ejercicio fascinante. No hay aparcamientos, porque llevan milenios en obras, así que hay que buscarse la vida y aparcar en los solares circundantes, pagando peaje al minusválido de turno y al hijoputa pordiosero que te amenaza con rallarte el coche si no le das algo por «vigilarlo». Así que por ahorrarme un par de euros aparco a quince kilómetros del hospital y me aproximo al mismo andando.

El mero hecho de pasear en esa zona es un acto terrorífico. Siempre he creído que por esa parte de la ciudad se han realizado experimentos nucleares y la gente ha sufrido mutaciones genéticas que se tardarán siglos en evaluar. La nueva especie que ha surgido en los alrededores del hospital es de película gore. De repente te ves una mujer andando por la calle o crees que es una mujer porque lleva un traje pero carece de formas claras, más allá del tipo cilíndrico de sus más de 200 kilos. No camina, se balancea lanzando unos apéndices grotescamente gordos hacia delante, mientras suda y se le acumula el sudor en su bigote y vestido de lycra con colores más propios de una señal de tráfico ajustado a su carne ¿es hombre o mujer?

De repente veo que tras ella viene el Burbujitas, un ente que consigue reunir en sí mismo el mal de San Vito, todo tipo de tembleques y tics, unos ojos bizcos que miran en sentidos divergentes, unos retazos de dentadura con un par de dientes podridos y torcidos que luchan por salir de esa boca negra como la noche y que genera continuamente burbujitas que vuelan al viento. El burbujitas siempre ha sido un clásico del barrio de Triana y definitivamente uno de mis freaks favoritos. Algún día contaré la historia que me sucedió con él una tarde en la playa de Puerto Rico cuando tomaba el sol tranquilamente y este bicho entró en mi vida.

Más adelante me cruzo con una madre quinceañera gritando a su Kevin Costner de Jesús para que deje de saltar a la carretera a esquivar coches, no porque lo puedan atropellar, sino porque se puede ensuciar pisando una de las múltiples cagadas de perro que adornan la zona. El niño, de unos cinco años, luce un corte de perro a lo legionario romano, con la moña teñida de azul, y de sus orejas cuelgan varios pendientes. La madre resplandece con su chándal Nike, su piercing en la boca y su tatuaje que deja entrever en el ombligo. En fin, alguna vez teníamos que tener una generación perdida y para España es esa….

Llego finalmente a la entrada del hospital. Cuanto más te aproximas, más traperos hay por los alrededores y la fauna de vendedores de ciegos, de lotería, de primitivas se incrementa exponencialmente. En la puerta del renovado hospital confluyen todos, con sus gritos tratando de llamar la atención de sus compradores.

Como llego temprano, me apresto a esperar en la puerta a que sea la hora. Entro en modo de observación y detecto algo raro. ¿Qué es eso? ¿Un hombre? ¿Una mujer? ¿Un maricón? Parece mujer pero tiene pelo en el pecho y tetas de silicona. Fuma como un macho y tiene un vozarrón de cojones. Se pasea altanero/a de un lado de la puerta al otro luciendo su vaquero ajustado para mostrar paquete, su camisa de mujer floreada abierta en el pecho para mostrar su esplendorosa mata de pelo entre las tetas y cuando finalmente poso mis ojos en su cara, me horrorizo viendo los destrozos que el maquillaje puede hacer al asentarse en la base de los cañones de la barba. De repente, detiene su marcha, se gira y grita: ¡Estoy aquí Marrrrrrríííííaaaaaaaaa! ¡Ven pa’ca hija’la’gran’puta! ¡Madre, no me hagas calentarme que te doy dos yoyas! Agarra a la anciana por el brazo y la arrastra en dirección a la parada de guagua más cercana, conminándola a comportarse decentemente ¡sic!

Tras el revuelo viene la calma, que se ve interrumpida cuando un enfermero saca a una señora en silla de ruedas. Su hijo se marcha y aparece al poco con un vehículo todoterreno. Le dice que se suba y la pobre mujer, trata desesperadamente de levantarse de la silla, entre temblores de todo su cuerpo. Tras conseguirlo, se queda balanceándose en el aire, tratando de reorientarse para poder encaramarse a dicho vehículo. El hijo le reprocha la lentitud, mientras mantiene una conversación con su teléfono móvil y el enfermero, al que la actitud del interdicho le está tocando los huevos, levanta a la mujer en volandas y la sienta en el coche.

Finalmente decido que he visto demasiado y entro en el hospital. Averiguo en donde se encuentra la sección de cardiología y allí me dirijo.

Segunda parte
Podríamos pensar que mis tribulaciones acabaron al cruzar el arco de entrada del hospital pero nada más lejos de la realidad. En primer lugar, moverse dentro de un hospital no es sencillo. Hay que esquivar a todos esos individuos con enfermedades exóticas que se pasean con un goteo de un lado a otro para esparcir sus virus. También hay que explicar el motivo por el que acudes al hospital a todo hijo de vecino que se sienta en una mesa a la entrada de cada planta y que disfrutan enormemente mandándote de una a otra hasta que finalmente se apiadan de ti y te encaminan al sitio adecuado.

Consigo llegar a cardiología y contacto con el personal para que sepan que ando allí y puedan llamarme. Me dicen que me siente a esperar, que ya me avisarán. Miro las filas de asientos y escojo una vacía, ante la perspectiva de sentarme al lado de un colega en sus últimos días de vida o de una anciana más para allá que para acá. Me planto en mi asiento, miro alrededor … y … ¡Horror! Al otro lado del corredor, justo enfrente de Cardiología tenemos la sección de Enfermedades Víricas y Tropicales.

Se me dispara el pulso y miro con nuevos ojos a los que están sentados esperando. ¿Para qué están allí? ¿Para el cardiólogo, o para el otro? ¿Se escaparán los virus de ese lado del hospital a menudo? ¿Qué mente enfermiza puede haber realizado la distribución de éste hospital? Tantas preguntas sin respuesta…

Me mantengo en alerta máxima oteando los alrededores cuando aparece Ella. Una negra, vestida con su traje típico africano, negra, negra, negra, con ese cuerpo moldeado a base de hartarse a comer, esos michelines y michelones que le permiten bambolearse mientras camina. Viene directa hacia mí y se sienta enfrente de mí. Al instante tengo todas las alarmas sonando en mi cabeza, empiezo a sudar, me tiemblan las manos. Presto atención y veo que su piel está salpicada de unos sarpullidos como granos, pero abiertos y supurando pus o algún otro tipo de líquido. ¿Qué hago? ¿Me cambio de sitio? ¿Estaré contaminado ya? Trato de analizar todos los escenarios y mis probabilidades de sobrevivir a este incidente. Mientras tanto me levanto a interesarme por un póster en el que se describe alguna gilipollez que supuestamente debe alargar tu vida y aprovecho para sentarme en las antípodas de la colega. Ella, agarra una revista vieja y comienza a abanicarse, por si el virus no se ha extendido lo suficiente por el área.

Desgraciadamente al alejarme de ella me tuve que aproximar a la órbita del colega terminal. El hombre, de cara arrugada cual pasa, no deja de estornudar, o más bien de carraspear y escupir en un pañuelo que se guarda siempre en el bolsillo de su camisa. Sus ataques de tos se producen a intervalos regulares y puesto que está frente a mí, puedo respirar esa brisilla que sobreviene a sus estertores terminales. Continúo fascinado observando la muerte en directo de este pobre diablo hasta que se abre la puerta y una enfermera lo llama. Mientras celebro los nuevos territorios obtenidos en la sala de espera,
aparece una de estas simpáticas abuelas portuguesas y se siente en mi mismo banco. ¿qué habré hecho Yo para merecer esto?

En estas andamos cuando se abre la puerta de la zona de enfermedades víricas y tropicales y una enfermera se dirige a la negra. Comienzan ambas a gritar, cada una en su idioma. La enfermera trata de averiguar si la paciente tiene el expediente y la otra la mira con cara de espantada, posiblemente preguntándose que es un expediente. Me pregunto por qué los guionistas de Tarzan nunca vieron este tipo de escenas antes de escribir el guión, porque la comunicación entre ambas brilla por su ausencia. Ambas gritan, supongo que para hacerse entender mejor. Toda la atención de la gente en la sala está ahora sobre ellas. Han conseguido el minuto de oro, con la máxima audiencia de la jornada. La negra comienza a mostrar síntomas de desánimo mientras la enfermera continúa con su repertorio de preguntas ¿se dará en algún momento cuenta de que la otra no habla su idioma? Este pedazo de profesional parece habituada a este tipo de encuentros y se mantiene siguiendo su guión escrupulosamente.

La enfermera intenta una nueva línea de acción: ¿Trajiste los papeles para el análisis que te dio el doctor? Le pregunta. La otra la sigue mirando, perpleja y continúa con su monótona respuesta: «Yo Español hablo no. Yo enferma. Yo medico venir decir aquí» algunos de los intelectuales que se encuentran en los alrededores comienzan a aproximarse para dar su docta opinión y solucionar el conflicto internacional. A todas estas yo sigo fascinado con las supuraciones de la colega, pero parece que soy el único interesado en saber si esta mujer es una bomba biológica andante.
Con un grupo de personas tratando de averiguar algo de la pobre paciente y ésta última posiblemente pensando en echarse a correr y escapar de toda esta gente que parece disfrutar acosándola la enfermera finalmente se rinde: «Bueno, vamos para dentro que ya te haremos análisis de cualquier cosa«. Eso es nivel, eso es profesionalidad. Que viva al sistema sanitario. La reacción de la enfermera calma la situación y se dirige con la mujer al área de víricas y tropicales.

Este pequeño interludio anima las conversaciones en la zona. De repente todo el mundo es un experto y relatan situaciones parecidas. Yo trato de mantenerme al margen y mantengo un perfil bajo para que nadie contacte conmigo. En esas andamos cuando la enfermera menciona mi nombre y accedo al interior de la consulta.

Tercera parte
Llegamos finalmente a la consulta del médico. Todos mis sufrimientos y todas mis expectativas quedan plasmadas en ese instante en que entro y me siento ante él. Le cuento mi problema, y el cardiólogo decide hacerme un electrocardiograma. Avisa a una enfermera y tengo que esperar un poco hasta que una de las salas esté libre. Mientras tanto la enfermera se dedica a rellenar un informe plagado de cuestiones personales que normalmente rehusamos responder.

Queda una sala libre, la número 3 y me llevan allí. El médico les explica que quiere un electro sencillo, sin hostias ni similares y me dice que él vuelve a su despacho y cuando esté hecho, que se lo lleve para echarle un vistazo. Me quedo en manos de dos enfermeras, que inmediatamente comienzan a preguntarme por mi vida en los Países Bajos y mis aventuras en esas salvajes tierras.

Me piden que me quite la camisa y cuando lo hago, me tumbo en una camilla. Se marcha la enfermera y aparece con unos artilugios pleistocénicos, como peras, que supuestamente son los sensores que me aplican en el pecho para tomar las medidas. Las dichosas peras tienen una especie de bolsa que genera un vacío y es lo que permite adherir las ventosas metálicas al pecho. La colega comienza la tarea y tras un par de intentos infructuosos me dice que aguarde un momento y desaparece. Vuelve al cabo de un rato con una maquinilla Gillette y crema de afeitar y me dice amistosamente que me va a afeitar el pecho porque con los pelos no se fijan las ventosas y no pueden hacer el electro.

Comprenderéis mi estupor. Me levanto de la camilla y le digo que si se quiere afeitar algo que se afeite los pelos del coño porque a mí el pecho no me lo toca. La enfermera parece no comprender y sigue empeñada en afeitarme, a lo que yo me niego repetidamente. Habrése visto semejante desvergüenza. Uno va allí a que le hagan un chequeo y estas se meten a depiladoras profesionales. Ante la bulla que montábamos se comenzaron a congregar otras enfermeras que abandonaban a sus pacientes y se venían a nuestra sala para meter baza en el entierro. Todas aportaban sus doctas opiniones profesionales y erre que erre, seguían empeñadas en afeitarme, a lo que yo me negaba una y otra vez. A todas estas, yo a pecho descubierto, con todas las lobas comentando las ventajas del pecho sin pelo.

Finalmente aparece el médico y al explicarle la situación les dice que nones, que usen ventosas de usar y tirar que son adhesivas que a mí sólo me van a hacer un electrocardiograma y no veinte, como parece desprenderse de las opiniones de las colegas, que esperan verme convertido en un asiduo visitante, o eso parece.

Tras este cruce de amenazas, tuvimos que esperar un rato a que mi corazón recuperara el ritmo normal de funcionamiento. Alcanzado éste, me hacen el dichoso electro y con el papel en la mano vuelvo a la consulta del médico. El médico, tras chequearlo, confirma mis peores sospechas, lo que yo más me temía: No tengo nada, estoy más fresco que una rosa. En fin, que todo este jaleo para nada.