La cena imposible


Algunos de los mejores momentos de nuestra vida suceden sentados alrededor de una mesa mientras comemos. Por supuesto lo hacemos rodeados de gente con la que queremos estar.

Mi amigo el Niño llevaba casi un año invitándome a cenar a su casa y siempre algo se interponía en el camino y hacía que se cancelara la visita. Hay momentos en los que ambos hemos llegado a creer que existía alguna conspiración judeo-borbónica para evitar el evento. En la antepenúltima ocasión tuvo que ir a una inesperada reunión familiar en la que sus padres le informaron que se divorciaban, en la penúltima yo ya estaba en ruta hacia la casa pero se convirtió en el día en que la nieve fue la protagonista y tuvimos que cancelarlo y después de intentarlo en repetidas ocasiones, acordamos que el fin de semana pasado sería la visita. Consultamos todas las páginas que informan sobre la previsión meteorológica, comprobamos el estado del transporte público en la ciudad y cruzamos los dedos porque algo tan sencillo como ir a visitar a un amigo se había transformado en una misión imposible.

El sábado salí temprano de mi casa para tener margen en caso que algún desastre golpeara a los Países Bajos y como tampoco es que me fíe mucho de las dotes culinarias de mi amigo, me hinqué un cono de papas fritas del Manneken Pis, los locales que han ganado el premio por hacer las mejores papas fritas de los Países Bajos y por extensión del Universo. Llegué tan sobrado de tiempo a Amsterdam que pude comprar gominolas y demás y ver una película antes del encuentro. Después de mi primera película llegó el Niño y compramos las entradas para mi segunda película, la cual veía por segunda vez. Se trataba de Invictus. El niño se estaba quejando porque no había comprado nada cuando yo abrí la mochila mágica y empecé a sacar toda el azúcar del universo y algunas magdalenas que me había traído conmigo. La película fue fantástica, me gustó tanto o más que la primera vez en que la vi y después de la misma aún no llovía, no nevaba o helaba y hasta circulaba el transporte público, así que pudimos tomar el tranvía que nos llevó a su casa. Vive en un edificio de apartamentos nuevo que diseñó algún arquitecto famosísimo y que se ve espectacular por fuera. Me temía lo peor porque ya sabéis que hay una ley que dice que la habitabilidad de una vivienda es inversamente proporcional a lo bonito que lucen por fuera (las casas cúbicas de Rotterdam son un buen ejemplo) pero al llegar a los patios interiores del edificio, salvo por unas enormes esferas blancas que nacen del suelo y que son las luces no había nada raro. Le pregunté si no las rompe la gente pero me dijo que no hay terroristas musulmanes entre los vecinos y por el precio del alquiler, es poco probable que los haya, así que no hay que preocuparse.

Después de tanta espera, finalmente lo visité. Comparte casa con dos compañeras de piso. Una fuma y estaba en mi lista negra desde antes de conocerla así que él se las ingenió para que ese día no estuviera en la casa y la otra anda de vacaciones en España, en las zonas turísticas que frecuentan los holandeses y tratando de encontrar un macho con el que juntarse y formar familia. Pese a que ninguna de ellas estaba en la casa, por supuesto me enseñó sus dormitorios y tratamos de encontrar braguillas usadas para capturar la esencia de sus respectivas almejas pero no hubo suerte. Después de haber visitado las casas de sus dos últimas novias, me temía lo peor. En una de ellas tenían hasta un ratón en la cocina que era como familia y la otra vivía en un piso de estudiantes que no tenía baldosas, moqueta o tarima en el suelo, únicamente el cemento que quedó cuando se construyó.

La casa del Niño es normal y hasta podrían pasar por una familia, algo disfuncional y con una fumadora pero familia al fin y al cabo. Cuando aún no salía de mi asombro ya que me temía lo peor, se puso a cocinar y ahí sí que aluciné en colores. Preparó una lasaña y un brownie que decoró con helado y coco rallado. Antes, durante y después de la cena tuvimos una gran conversación que como siempre, desbarró por caminos poco convencionales. Aunque el Niño es de estos que creen que no es natural alejarte más de cien kilómetros del lugar en el que te parieron, este año ya hemos apalabrado que en junio se viene conmigo a Gran Canaria y así podrá practicar su inexistente español y verá y comprenderá las razones que me impulsaron a emigrar y poner más de tres mil kilómetros de por medio. Seguro que cuando lo lleve a Vecindario se pensará que estamos dentro de un juego de la PS3.

Al menos ya hemos borrado de la lista de cosas pendientes esa cena imposible que finalmente sucedió.


4 respuestas a “La cena imposible”

  1. Pues si vas a traerlo procura encargar un par de días de Calima como la de la semana pasada, que casi se podía cortar con un cuchillo. Entonces si que alucinará.

  2. Quizas pase lo contrario y no entienda como vives en Holanda y no alli, suele pasar mucho porque el clima bueno para ellos es fundamental. Un beso