La mano en el fuego


La mano en el fuego
Cuando le dijo que se iba a casa a descansar porque estaba un poco cansada su corazón perdió el ritmo. Había esperado que todo fuera distinto, que no hubiera otra vez. Pensaba que si dejaba el tiempo correr todo pasaría, que no tendría que afrontarlo. No fue así. Ahora, sólo en el despacho, con los ojos llenos de lágrimas, pudo ver el abismo insoportable que se abría a sus pies y sintió una pena infinita por lo que acababa de perder. Se limpió los ojos y se puso la chaqueta de forma mecánica.

Sin fuerzas, arrastrando los pies por el suelo, salió del edificio y fue a buscar su bicicleta. Mientras caminaba, trataba de convencerse de que todo era un loco desvarío, un capricho tolerable, pero mientras se escuchaba a sí mismo se daba cuenta de que no podía seguir ese juego, de que si lo hacía renunciaría al cielo, y sin cielo no hay amor.

De camino a la casa trataba de poner su cabeza en orden, buscar sentencias con las que condenarla, no quería improvisar y mucho menos arrepentirse de algo de lo que dijera. Cruzaba las calles desiertas a esa hora, mientras una fresca brisa le daba en la cara. No se daba cuenta de nada de lo que sucedía a su alrededor. Sólo había un destino y un cerebro atormentado que pensaba que el mundo era ese día un lugar muerto. Cuando llegó cerca a su casa, aparcó la bicicleta con la de ella y las ató juntas con su cadena, como hacía siempre, un acto reflejo.

Entró en el portal y pensó en dar la vuelta. Su otro yo, la vocecilla que le gritaba desde hace semanas lo obvio, lo que él se negaba a creer, le susurraba que no habría otra vez, que era hoy o nunca, que fuera un hombre e hiciera lo que tenía que hacer. Volvió a dudar al llegar a la puerta. Los ojos se le estaban volviendo a llenar de lágrimas. Se quedó allí quieto, sin tener conciencia del tiempo, con la llave en la mano.

En un momento dado algo despertó dentro de él. Abrió la puerta sigilosamente y entró. No se molestó en cerrarla. Cruzó por el salón. Ni siquiera notó que había música puesta, que su disco favorito, el disco de Fangoria, sonaba en esos momentos. ?l sólo tenía ojos para la puerta del fondo. Ya antes de llegar los pudo oir. Eran ruidos guturales, susurros marginales que le quemaban los oídos.

Abrió la puerta de golpe. Ellos se volvieron con la sorpresa pintada en el rostro. Por una fracción de segundo sintió una pena infinita, por él, por ella, por ambos, por lo que pudo ser y no sería, por el camino dejado atrás y la autopista que nunca se construiría en el futuro. Se dió cuenta de que se estaba quemando por ella. El instante pasó y la ira lo ocupó todo. Los miró a ambos, lentamente, con una expresión de odio infinito en su rostro. Su ira le dilató las venas del cuello, le provocó un temblor en la mano, en la que seguían las llaves.

Ellos lo miraban sin saber como reaccionar. Ella fue la primera que comenzó a moverse. Trataba de coger la sábana y taparse. El otro seguía allí, intentando adivinar sus movimientos para poder esquivarlo. Cuando por fin salió un sonido de su garganta, fue una negación cargada de dolor. Un «No» largo y sentido que barrió su cuerpo de una punta a la otra. Ya no era suya y él no quería que fuera de nadie más. Levantó la mano para atacarlos, pero justo en ese instante vio que de hacerlo sería segurles el juego.

Con gran dignidad, los miró a ambos y le dijo a ella: «No quiero volver a verte«. Se dio la vuelta y cuando avanzaba hacia la puerta la oyó como le gritaba que no era lo que parecía. Cerró la puerta al salir.

Salió a la calle. El cielo tenía un azul intenso. Decidió que prefería caminar de vuelta al trabajo. Tenía que despejarse.

… no lo hago solo por ti
y no me voy a arrepentir …