La perra de tu hija


Corro descalzo siguiendo la línea de la marea. La playa está vacía aunque luce un sol espléndido. Por el color de la arena y por las dunas que puedo ver al fondo sé que estoy en la playa de Maspalomas. Sigo corriendo sin importarme que no haya nadie allí. Entro un poco en el agua y trato de mantenerme siempre a la misma distancia, zigzagueando en la eterna lucha entre el mar y la costa. Me siento lleno de vida. El sol acaricia mi rostro y me creo el rey del mundo. Sigo corriendo incansable, ora dentro del agua, ora paralelo a ella. No me preocupa nada. Este paraiso es perfecto porque Dios lo hizo así. El sol parece querer jugar. Sube y baja al ritmo al que persigo la marea. Las olas cuando me alcanzan susurran pequeñas verdades que pertenecen a universos paralelos.

Me vuelvo a fijar en el sol y sin darme cuenta me elevo en el cielo. El mar protesta suavemente, alzando olas que tratan de sujetarme. El sol me mece en sus brazos. Me quito la camisa que se lleva el viento, agitándola a mi lado cual bandera pirata. Sigo danzando en brazos del viento, del sol y del agua. Soy uno con los elementos, parte del pasado y pieza imprescindible del futuro. El presente soy yo y nada más que yo.

De repente todo se vuelve negro y comienzo a caer. El sol desaparece, el mar ya no está ahí y sólo caigo hacia un agujero infinitamente negro, caigo y no puedo ver a donde. Me desespero y lloro por el paraíso perdido. Sigo cayendo hasta que siento que acabo de despertar de un sueño. La cama aún tiembla. Las persianas se agitan. El vaso con agua que está en la mesilla de noche muestra las ondas concéntricas del agua que juega respetando las leyes de la física. Paso unos breves segundos desconcertado hasta que llega el segundo golpe. Es un sonido seco y sin estilo. Es el golpe que da una puerta cuando alguien la lanza con saña contra su marco. Miro el reloj y veo que son las ocho de la mañana. Es sábado. Fin de semana. Bienvenido al mundo real.

La perra de la hija de la china lo ha vuelto a hacer. Por cuarta semana consecutiva ha conseguido despertarme a las ocho dando portazos en sábado. Ya me conozco esta canción. Ahora vendrán los gritos. Después del segundo portazo cuento los segundos: …. ocho, nueve y diez … el grito desgarrador rompe el silencio de la noche aún no acabada. Una onda de odio tan primitivo y profundo que podría convertir en fuego el agua que está sobre la mesilla de noche me recorre de arriba a abajo. Se me ocurren muchas permutaciones para explicar lo que siento: la perra de la china, la hija de la puta que la parió, la concha de su madre, la china de la puta de abajo. Es sólo odio, lo sé, pero es un sentimiento tan primitivo y poderoso que a duras penas puedes controlarlo.

… Ha pasado una semana … Es sábado. Amaneció no hace mucho. Mi cerebro ha decidido hacer sus deberes y prepararse para el evento del día. Son las 7.59 de la mañana y abro los ojos. Hoy no me sacará de mis sueños, hoy no me pondrá el alma en vilo, hoy no me pillará desprevenido. Dan las ocho y no pasa nada. Me quedo en la cama, tumbado unos segundos, preparado para el golpe. No siento nada. En una casa de madera debería notar los pasos de la puta chiquilla correteando por la casa pero hoy no se oye nada.Quizás porque se acostó tarde. Quizás porque está cansada. Quizás. Quizás. El odio que me ha despertado privándome de sueños tan hermosos clama venganza. Me levanto y corro hacia la puerta. La abro, respiro hondo y la lanzo de vuelta a su sitio. Todo en la casa tiembla. Los vasos y platos que descansaban en el fregadero saltan y hacen ruido al caer. Un grupo de papeles a los que cogió desprevenidos salen despedidos. La bandera española que adorna mi salón se agita salvajemente. Dejo pasar unos segundos y vuelvo a abrir la puerta. Esta vez cojo carrerilla y doy un portazo aún mayor. Por un instante parece como si la estructura de la casa no fuera a aguantar. Aquello es un pandemonio. Un ruido infernal ha rasgado el silencio. Pude oír como la puerta cortó el aire antes de golpear. Oigo ruidos abajo. Ya se han despertado. Abro la puerta por tercera vez y después de una enorme inspiración lanzo un grito espantoso. El sonido corre por las escaleras hacia sus destinatarias. Un ruido gutural y horripilante. Antes de que se me acabe el aire formo las palabras que sellan mi mensaje: mira lo que ha hecho la perra de tu hija. Cierro la puerta y me vuelvo a la cama, a dormir, más a gusto que un arbusto.


2 respuestas a “La perra de tu hija”

  1. Kike, tú sabes que yo a tí también te aprecio una jartaá ;-). Esta la escribí de un tirón y después de llegar a casa con el cerebro frito. A ver cuando se inventan los teclados para ducha o las grabadoras de voz que aguanten de todo, que se me ocurrió una idea genial en la ducha y ya no me acuerdo y con lo escaso que ando de ideas últimamente, como para ir perdiéndolas por ahí. Y que sepas que he dejado de hablar de la nieve por tu insistencia, que yo tenía pensado seguir en plan empalagoso y jelou kiti total hasta mayo o junio.