Miguel Ángel, basílicas y un castillo junto al Vaticano


Este es el relato del cuarto y último día en la ciudad de Roma. Para aquellos que quieran leerlo todo, la historia comienza en Casi todos los caminos conducen a Roma. Al final de cada capítulo encontrarás un enlace al siguiente.

Nuestro último día en Roma comenzó con el drama de saber que teníamos que bajar las maletas desde la buhardilla en la que nos quedábamos. Casi no podíamos movernos. A veces uno echa en falta el poder usar pilas para cambiarlas y seguir trotando como si nada. Como teníamos que dejar el hostal nos dejamos ir un poco y a la hora de salir nos encontramos con una pareja de americanos que se estaban quedando en otra habitación y a los que no habíamos visto. Eran de Luisiana y sin comerlo ni beberlo acabé hablando de la manifestación del día anterior en contra de su presidente. A la mujer le molestó mucho el hecho de poner la bandera del revés, boca abajo. Aparentemente es un insulto. Yo que soy un inculto no tenía ni idea de la posibilidad de ofender solo por como se coloca una bandera. Les expliqué que nuestro problema con su presidente es que es un blandengue, que en el 2001 nosotros lo que esperábamos de él es que pulsara el dichoso botón y arrasara de una vez por todas con cierta gentuza que no come carne de cochino ni toma vinos de la Rioja. A la mujer se le saltaban los ojos de las órbitas de la alegría por haber encontrado un alma gemela en el Viejo Continente. Después de dejarlos animados y con la fe en la vieja Europa renovada fuimos a la estación para dejar el equipaje en la consigna. Tuvimos que hacer cola durante un rato porque aunque saben que habrá alguna multitud no organizan ningún operativo especial.

Salimos de la estación y fuimos a la basílica de Santa Maria degli Angeli, situada justo enfrente de la estación. Está construida en parte de lo que fueron los baños de Dioclesiano. La obra para adaptar estos baños y convertirlos en iglesia fue realizada por Miguel Ángel, algo que descubrí cuando buscaba información sobre el lugar. Es una auténtica preciosidad con esas paredes enormes y su aspecto contemporáneo pese a los siglos transcurridos. Sus puertas han sido renovadas recientemente y son obras de un artista ruso. Frente a la iglesia está la Piazza della Repubblica adornada por una fuente muy bonita. Por allí cerca está también el Teatro de la ?pera. Seguimos nuestro paseo cuesta abajo hacia Santa Maria Maggiore, la basílica en la que vimos al Papa el primer día. Los americanos nos habían dicho que por dentro merecía la pena y puesto que estaba en la zona y nos pillaba de camino, entramos. La verdad es que es otra maravilla. Llega un momento en el que uno deja de preguntarse como es que en Roma todas las iglesias son tan hermosas. La pila bautismal de esta iglesia es de las que no se olvidan.

Desde allí seguimos hacia San Pietro in Vincoli, otra de las basílicas romanas, en este caso famosa porque en su interior está la estatua del Moisés de Miguel Ángel. Lo curioso de esta basílica es que tiene unos horarios de apertura de pena y al aproximarnos a la puerta vimos que estaba cerrada y tardaría al menos dos horas en abrir. Decidimos ir al Domus Aurea, la residencia de Nerón y así lo hicimos pero no hubo suerte ya que solo abren entre semana. Le echamos un último vistazo al Coliseo y dado que el calor apretaba y las ganas de movernos eran pocas, buscamos un restaurante y almorzamos relajadamente. Después nos sentamos con el resto de turistas al fresco del porche de la basílica y cuando abrió sus puertas entramos. Miguel Ángel era un genio. Su Moisés es algo tan sublime que te llena los ojos de lágrimas. La basílica no tenía la espectacularidad de otras que visitamos pero la estatua del Moisés lo compensaba.

A falta de un lugar en el que echarnos una siesta nos teníamos que mantener en movimiento. Tomamos el metro en Cavour y transbordamos en Termini bajándonos en Ottaviano. La idea era ir al Museo Vaticano y ver la famosa Capilla Sixtina y la cosa parecía ir bien hasta que llegamos a la puerta y descubrimos que estaba cerrado. Nos asomamos por última vez a la Plaza de San Pedro y como el Castillo de San Ángel está justo a la entrada del Vaticano decidimos visitarlo. Este castillo fue originalmente el Mausoleo de Adriano y lleva en ese lugar casi dos mil años. El edificio se convirtió más tarde en fortaleza pero aún conserva la magia romana y definitivamente tiene algunas de las mejores vistas del Vaticano desde la parte superior. También se pueden ver todas las cúpulas de la ciudad y el río Tíber. Había una exposición en el interior pero el edificio es lo mejor, la exposición es una excusa barata para caminar por las diferentes estancias y alucinar con el lujo del lugar.

Al salir, sin fuerzas, queríamos ir de la forma más rápida hasta la estación de tren y acabamos dando un terrible rodeo alrededor del castillo que nos dejó agotados. De alguna manera logramos volver a la estación del metro y desde allí fuimos a la estación Termini, en donde nos pusimos en la cola para recoger el equipaje.

Por un minuto perdimos el tren al aeropuerto. El siguiente salía en media hora y así tuvimos tiempo de comprar los billetes en una de las máquinas que están repartidas por toda la estación. El puto aparato no daba cambio y en su lugar nos soltó una especie de bono que teníamos que canjear por dinero en las taquillas así que tuvimos que hacer la cola que queríamos evitar. Las leyes de Murphy son terribles y al final nuestro tren llegó con retraso y cuando finalmmente arrancó iba más lleno que el Bangalore Express. Sin exagerar, tardó casi una hora en hacer el trayecto al aeropuerto y en el momento en el que alcanzó la velocidad máxima lo podías adelantar con un triciclo. Fue un viaje eterno en un compartimento abarrotado de españoles.

Así terminó nuestro viaje a Roma, la Ciudad Eterna a la que espero volver algún día.

Y como todo viaje termina con la vuelta a casa, puedes cerrar el círculo y terminar la historia en Un regreso un pelín desastroso.

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