Nuestro último día en Oslo


El relato comenzó en Una pequeña escapada de otoño

Nuestro tercer y último día en esta pequeña escapada a Oslo comenzó con otro encochinamiento mañanero. Me organicé mejor y así fui apilando la comida por tandas en el estómago según su textura. Comencé con una capa de cereales con yogúr y un zumo de naranja. Seguí con huevos revueltos, pan, embutidos varios, café y zumo de naranja a discreción y acabé con una tercera capa de salmón ahumado, zumo de naranja, más café y más zumo de naranja. Salí de allí sujetándome la tripa y con la preocupación que te da el saber que en cualquier momento puedes romper aguas.

Hicimos el check-out y dejamos nuestros trolleys fastuosos allí, en un cuarto en el que te guardan las cosas, aunque por la forma en la que lo tienen montado, no parece muy seguro y además, en su interior hay un tufo a coño de vieja, pescado seco o gato que no veas.

Para comenzar el día íbamos a ir hasta el Museo y Torre de esquí Holmenkollen. Para llegar allí teníamos que tomar la línea de metro número 1 así que nos acercamos a la estación de tren. Ese día era lunes por la mañana y la zona tenía el movimiento habitual de un día de trabajo. Mientras caminábamos, hablando sin parar como siempre, se me acerca un tío con medio pinta de pordiosero, me toca en el hombro y me dice «Hola» (en español, en versión original, como dirían en un cine). Me paro, con Waiting mirando asombrada porque por su tono creía que me conocía y yo lo evalúo de arriba abajo y no pasa ninguno de mis filtros. Empieza a decirme algo mientras yo me giro hacia Waiting y le digo que nos vamos. El tipo nos mira con cara de odio y nos suelta: Así tenéis esa reputación de antipáticos en el norte de España. Si el comemielda ese no se hubiese pasado la vida metiéndose pollas en las orejas, igual hasta habría captado que si hay algo de lo que Waiting y yo carecemos, es de acento de cualquier región del norte de España. Lo dejamos atrás sin volvernos a mirarlo.

En el metro, según las tablas de horario tenía que venir uno en dos minutos, aunque según el panel tardaría seis. En realidad fueron más de diez minutos, volviendo a demostrarnos que los noruegos, el concepto de la puntualidad lo tienen muy subdesarrollado. La vez anterior habíamos llegado hasta la tercera parada pero en esta ocasión íbamos más lejos. Según las guías turísticas, era un viaje de media hora. En la tercera parada se subió una excursión de niños pequeños, calculo que de entre tres y cuatro años. Eran unos diez niños y venían acompañados de su profesora, la señorona Rottermeyer, un padre y otra que seguramente era una madre o asistenta de la profe. El padre y la otra mujer controlaban unos cinco niños y la profesora los otros cinco. Mientras ellos los pusieron con cuidado en el tren, la vieja los agarraba por detrás del cuello, por sus abrigos como si fueran sacos de papas y los tiraba en los asientos. Uno acabó empotrado a mi lado, una niña preciosa que debe estar acostumbrada a los malos tratos de aquella zorra asquerosa y ni se inmutó. A otros los lanzó en otro asiento, mientras todos oíamos el golpe seco del impacto de los niños contra el mobiliario del metro. Una parada más tarde la niña se estaba resbalando del asiento ya que tenía la mochila y yo la subí delicadamente. En otro momento se volvió a deslizar y la tía la agarró y la lanzó de nuevo contra el asiento. Si yo tuviera hijos y están en ese colegio y veo a esa zorra asquerosa hacerle eso a alguno de los míos, la mando para Afganistán y le pago tres leuros a un desgraciado de por allí para que le queme la cara con ácido, pero sin rencor ni acritud, ¿eh? Los treinta minutos de viaje se convirtieron en cincuenta. Mientras la profesora trataba a los niños con ese amor y dedicación propia de alguien que quizás debería replantearse su carrera profesional y dedicarse a chupar pollas, ya que está claro que los niños no le gustan, al otro lado del vagón, la madre (o segunda profesora) solo tenía ojos para el padre y solo le faltaba restregarle la pipa del coño por la pierna como si fuera una perra en celo. A la tía se la sudaba infinitamente todo lo que pudiera suceder con los niños y solo miraba al hombre.

Cuando nos bajamos del metro, en la parada Holmenkollen, nosotros de inocentes creíamos que estaríamos directamente en el museo y el trampolín de esquí, pero el destino nos tenía reservados otros planes y tuvimos que subir un cuestón para llegar al sitio. Como teníamos el pase de Oslo nos ahorramos los casi trece leuros que vale la entrada y pasamos a ver el museo de esquí que hay en el interior y que supuestamente es el más antiguo del mundo y del universo y cubre 4000 años de historia del esquí. Para unos intelectuales tan avanzados como nosotros, gente inculta que una vez casi que leímos un libro, todo esto era como que no muy interesante. Con un ascensor panorámico subimos hasta la parte superior del trampolín, esa que se ve en las competiciones de Slalom cuando los chamos se lanzan y caen a velocidades brutales antes de salir volando y aterrizar (con suerte de una pieza) más de cien metros más adelante. Las vistas desde el lugar son increíbles y resultó muy curioso. Todavía no hay nieve así que lo único que haces es imaginarte como será el lanzarte desde allí.

Al acabar la visita, regresamos hasta la parada del metro, ahora en bajada y esperamos unos cinco minutos hasta que llegó uno. Después de una vida llegamos a Majorstuen?, que casualmente es la tercera parada del metro mencionada anteriormente. Allí nos bajábamos para ir al Parque de esculturas Vigeland o Vigelandsparken en lenguas bárbaras. Envié a Waiting a preguntar por la dirección a una tienda pero la empleada era mujer y no era tortillera, bollera ni siquiera lesbiana, así que sus encantos no la encandilaron y la muy zorra asquerosa nos encausó por la ruta equivocada. Regresamos y lo que hicimos fue coger el tranvía adecuado que nos llevó hasta el parque. El lugar tiene mucho verde, agua en un pequeño lago y algunas fuentes y unas doscientas estatuas de hombres, mujeres y niños y niñas en pelota picada en todo tipo de posturas. Yo tengo ciertas sospechas infundadas sobre el Vigeland este y vamos, no me sorprendería que fuera cura católico y que le gustara tocar menores, porque alguna de sus esculturas son demasiado sospechosas. Al parecer este es el parque más visitado del país y atrae a más de un millón de visitantes al año. Personalmente, los he visto mucho mejores. El Vondelpark en Amsterdam le da de bofetones, Central Park está en otra galaxia, si lo comparamos con este y hasta el Jardín Botánico Canario de Viera y Clavijo es superior. Le hice un montón de fotos a las estatuas porque está claro que ahí hay material pero por lo demás, el lugar no me pareció esa visita indispensable que ponían en las guías de viaje. Como la entrada es gratuita, supongo que muchos van allí por eso. Desde allí seguimos en tranvía hasta el ayuntamiento ya que supuestamente, en su interior hay un vestíbulo muy bonito. Después de entrar por el lugar equivocado, llegamos a la entrada adecuada y el pollaboba que había allí no nos dejó entrar. Nunca me quedará clara la razón, ya que dentro había un montón de gente. El tipo carecía de cualquier atisbo de simpatía en el trato con los clientes y posiblemente llevaba empetado por el culo una lata de refresco que es lo que le hacía estar de tan mal humor. Así que de ese edificio no hablaré, salvo para decir que lo vi por fuera. Volvimos a tomar el tranvía y llegamos hasta la zona de la estación de tren. Queríamos ir a unas calles llamadas Damstredet y Telthusbakken con casas típicas y muy bonitas. En el tranvía un hombre nos oyó hablando y se ofreció a ayudarnos. Era chileno pero no tenía ni puta idea de donde estaban esas calles. Después entró otra mujer, chilena también y a la que conocía y ambos debatieron pero sin ponerse de acuerdo, así que optamos por ir a la oficina de información al turista y preguntar. Nos dijeron como ir y no parecía muy complicado y solo requería que tomáramos un autobús de la línea 34 o la 54 y nos bajáramos unas paradas más arriba. Eso hicimos. La verdad que la calle fue una decepción. Un puñado de casas de madera pero nada del otro mundo y que supuestamente, nos recordarían a los cuentos de hadas y similares. En fin, que el marketing turístico a veces exagera demasiado. Ya eran casi las dos de la tarde y queríamos comer algo así que regresamos en autobús hasta la estación y optamos por lo seguro y nos metimos en la misma a buscar un sitio de comida más o menos rápida y en el que no te encularan. Lo encontramos en una especie de pizzería que vendía dos porciones de pizza y refresco por trece leuros. Después de comer, salimos para ir al hotel y en el cajero automático que está frente a la estación y en donde yo saqué dinero el día anterior, un tío se hacía una rayita de cocaína sin que le importara un carajo la gente que pasaba por el lugar ni el coche de policía que estaba a menos de diez metros de donde él se encontraba. En fin, que parece que tengo un ojo increíble para toparme con todos los jacosos de la ciudad de Oslo.

Regresamos al hotel, recogimos nuestro equipaje y volvimos a la estación para tomar el tren que nos llevaba al aeropuerto. Allí, imprimimos nuestras tarjetas de embarque y procedimos a pasar el control de seguridad, en el que no detectaron el arsenal de líquidos de Waiting pero se rebotaron todos con mis botas. Gastamos las últimas monedas que nos quedaban en dos capuchinos y esperamos un ratito hasta que llegó la hora de partir. A mi lado se sentó un tipo que era como un armario empotrado. El avión salió en hora y cuando estábamos en el aire oímos a una holandesa decir que no veía la hora de llegar a Holanda para tomarse una cerveza.

Cuando aterrizamos en Schiphol, fue en el puto Polderbaan, esa maldición de pista que está a un montón de kilómetros de la terminal y que hace que el avión tarde veinte minutos más en llegar a las pasarelas de desembarque. Una vez salimos del mismo, salimos disparados hacia el vestíbulo del aeropuerto y allí nos despedimos, ya que Waiting se iba a Amsterdam, lugar desde donde regresaba al día siguiente a su exilio en la Alianza de las inCivilizaciones del cuasi expresidente ZaPatazos y yo me iba hacia Utrecht.

Pese a todo, nos lo pasamos muy bien durante esos tres días y nos divertimos mucho, aunque la próxima elegimos una ciudad más al sur o al menos una en la que te puedas tomar una copa sin que te duela el culo dos días.


7 respuestas a “Nuestro último día en Oslo”

  1. Estaba esperando a ver si al final había sorpresa y salia algo excitante que le diera algún punto a Oslo, pero nada. Ustedes se lo pasaron bien porque iban juntos y lo hubieran disfrutado en cualquier otra ciudad del mundo, pero no se puede comparar, no se, Granada por ejemplo, donde cambien estuvieron juntos y gozaron como enanos…
    Salud

  2. A menos que me entreguen el Premio Nobel de La Paz, no vuelvo a Oslo, y aún con el premio, si me lo dieran, pondría como condición que me aseguraran alcohol durante todos los días que estuviera allí.

    Besos.

  3. Es verdad, yo pensaba como la holandesa, que tras diez casi casi en ayunas de cerveza, estaba deseando llegar a Sevilla y tomarme unas cuantas y eso hice, porque era indecente el precio de todo. Tampoco volvería a Oslo, aunque a los Fiordos iría con los ojos cerrados.

  4. Como yo soy alérgico a los premios, a mí que se queden el Nobel y me manden dos cajas de cervezas belgas y holandesas y se lo agradecería un montón.

    Darliz, estaba claro en tu comentario que tu abstinencia era puramente de alcohol.

  5. Pandilla de alcohólicos camuflados con los que me relaciono virtualmente y yo sin saberlo…. psé….. 😛