El uno de abril se cumplirán cinco años desde que el accionista mayoritario de la multinacional en la que trabajó cambió y en lugar de ser una de las mayores empresas electrónicas europeas se convirtió en una de las mayores empresas electrónicas japonesas. Todavía quedan flequillos accionariales europeos que desaparecerán el uno de abril de este año cuando seamos propiedad cien por cien japonesa.
En estos cinco años de aventura amarilla, los cambios y la percepción del país del sol naciente de todos los que trabajamos allí han sido considerables. Hasta el momento en el que desembarcó el primero, yo siempre creí que esta gente eran grandes trabajadores, eficientes, rápidos y que habían llevado a su país al lugar en el que está por esas y otras ventajas. Con lo que nos encontramos fue conque son jodidamente burocráticos, su incapacidad para decir NO lastra cualquier toma de decisiones en la que no estén de acuerdo y necesitas diez de ellos para hacer lo que aquí puede hacer uno y en media jornada. Tienen unas jerarquías absurdas que no te puedes saltar y cada correo lleva un historial jerárquico en la lista de personas que reciben una copia. El mito se fue erosionando y hoy por hoy no le deseo a nadie el trabajar para japoneses. A todo lo anterior se une la continua e imparable desaparición de las mujeres en el entorno laboral. Salvo por las secretarias y las recepcionistas, los amarillos parecen considerar que el tener un chocho entre las piernas es un impedimento aún mayor que ser subnormal y se deshacen de las mujeres a la primera de cambio. Las tratan como a seres inferiores y a veces me da la impresión que preferirían tirarse por un barranco a tener que asumir que su jefe es una mujer.
En mis primeros dos años no los sufrí y salvo por un curso de cultura japonesa que me obligaron a seguir ni sabía que existían. En dicho curso escuché la mayor sarta de estupideces y paridas que recuerdo en una presentación antológicamente patética realizada por un vicepresidente amarillo al que se asignó la tarea de recorrer todos los países en los que tenemos presencia para enseñar a los empleados las ventajas de pertenecer a la cultura empresarial nipona. El tipo se hizo Europa por la cara y cobrando dietas diciendo unas chorradas increíbles.
Cuando en la última reorganización reubicaron el pequeño departamento en el que trabajo y nos colgaron del vicepresidente con más poder dentro de la compañía, lo primero que hicieron fue organizar nuestra mudanza a la planta de Gerencia, la más alta del edificio en el que está la sede de la compañía. Allí nos tocó un despacho a cuatro puertas escasas del Presidente. Yo venía de la zona en la que se encuentra la gente de Servicio al cliente, empleados campechanos y alegres que siempre se apuntan a un sarao y acabé en el nivel de los encorbatados y los chacales que andan siempre buscando la forma de clavarte la garra en la espalda y tumbarte. Yo no cambié. Seguí llevando mis politos y camisetas de los lugares que he visitado, seguí cocinando mis magdalenas y tratando con mis amigos de la empresa como si nunca me hubieran cambiado de planta.
Con el cambio de despacho hubo otro cambio que me llamó la atención. Pasé de una zona libre de amarillos al lugar con la mayor concentración de los mismos. Para mí todos son más o menos iguales y ya he aprendido a ignorarlos y devolver el saludo solo cuando ellos te saludan. No hablan nunca con los demás y aunque parecen muy ocupados, lo cierto es que más bien entorpecen el trabajo de otros.
El gran cambio lo noté en el baño. Aún recuerdo la primera vez que entré a mear en el baño de la planta de gerencia. Me acerqué al urinal y lo noté sucio, no en el sentido de no estar limpio o con orina atascada sino en el sentido que estaba lleno de unos pelos como cerdas que colgaban del borde del urinal.
Decidí no darle más importancia pero la segunda vez que entré en el baño de nuevo noté que en los urinales había una fauna de cerdas asquerosas que de alguna forma se habían quedado allí. Esto se repitió en cada nueva visita y salvo que entres en el baño inmediatamente después que la señora de la limpieza haya acabado su trabajo, el lugar se llena bien pronto de esos pelos gruesos, negros y extraños. Son los pelos de los huevos de los japoneses, o eso creo.
Lo comenté con algunos compañeros y todos me dijeron que lo habían notado, que bajaban a otras plantas para orinar porque el único sitio en el que crece esa fauna es por allí. Así nació la leyenda de las cerdas que cuenta que los cara amarilla son tan pequeños que no llegan a los urinales pero como se niegan a reconocerlo, plantan sus huevos peludos sobre la cerámica del recipiente y en el esfuerzo tan grande que han de hacer para mear en esa posición tan poco natural acaban dejándose parte de la pelambrera en la misma. O eso, o se arrancan los pelos de los huevos por culpa del stress o se la sacuden con tanta fuerza que se dejan la melena en el lugar.
Como mis compañeros, yo también desistí de usar el baño más cercano a mi despacho y aproveché mis visitas a los niveles inferiores para descargar lastre sin tener que sentir asco al acercarme al urinal. Hoy fui sin darme cuenta y cuando entré me encontré esa colección de serpientes negras que parecen estar esperando para saltar sobre uno y acabé por darme la vuelta, aguantarme y esperar a estar en el tren para echar la meada. Al menos allí no hay japoneses y encima flipas dirigiendo tu agüita amarilla hacia las vías del tren.