Pateando en Kuala Lumpur y el largo regreso a casa con trompicones


El relato comenzó en El comienzo de otro gran viaje

El último día de las vacaciones es un día eterno que combinado con un viaje de quince o dieciséis horas en dirección contraria al tiempo, acaba siendo eterno. Comenzó tres horas antes de la hora Virtuditas y este cambio substancial me ha descubierto que Malasia está en la zona horaria errónea, le pasa como a España, que el empeño de ponerla en la hora Central Europea hace que la gente tenga una vida que va contra el reloj biológico. Pasé del desayuno del hotel y me fui a desayunar a un Oldtown White Coffee que hay en la misma calle y que tiene una selección enorme de cosillas para comer y opté por las tostadas kaya de Singapur con su mantequilla de maní. Después tenía una pequeña misión. Quería comprar mango seco para tener una provisión mayor, ya que me traje de las Filipinas pero pensaba facturar y llevar algo más. Tras probar y fracasar en varias tiendas conseguí en el mini-mercado del centro comercial Nu Sentral y de bonus, resultó que vendían el Filipino y los mangos de ese país son los mejores que he comido nunca-jamás.

Después, volví al hotel, hice la maleta y me preparé para dejarla allí mientras pasaba el día en la calle. El gran drama que sucede siempre es que en Kuala Lumpur siempre hay bochorno y sudas más que el coño de una coja que hace footing. Por un momento pensé en resrevar una habitación en un cutre-hotel solo para darme una ducha, pero por suerte me enteré que hay un nuevo hotel dentro del aeropuerto, uno que está una vez has pasado el control de seguridad y tienen un servicio en el que por diez leuros te puedes duchar, con lo que elegí esa opción. Eso implicaba tener una bolsa para equipaje de mano en la que además de la cámara y el iPad, tendría que llevar una muda de ropa limpia. Mi plan para el día era hacerme la caminata de la Pequeña India, después la de la caminata del Patrimonio histórico y finalmente irme a un centro comercial para ver una peli. Según los folletos de las caminatas, que me costó encontrar ya que están bien escondidos en la página de información turística de la ciudad, cada una toma al menos dos horas. Deberían especificar que ese tiempo se calcula para seres humanos que no son profesionales como yo y para culocoches y culomotos. Mi hotel ya está en la zona hindú, con lo que la distancia hasta el lugar era nula. En el folleto, que por supuesto tenía en versión electrónica, explicaban uno de los grandes misterios que me rodeaban en Kuala Lumpur. Tanto en mi primera visita en este viaje como en la segunda, es salir de la estación de tren, llegar a la calle del hotel y en un tramo de algo más de cien metros, me cruzo como con ocho o nueve ciegos. Ver uno es normal, ver dos es especial, pero ver tres o más y además, lanzándose a la carretera sin rumbo fijo y sin hacer líneas rectas es como espectacular y hasta pensé en comprar un billete de lotería y pasárselo por la chepa a alguno porque aquello era como una señal del universo. Resultó que un poco más abajo del hotel está el instituto de los susodichos, donde los entrenan (sin mucho éxito) y en ese barrio viven legión.

La zona hindú se conoce como Brickfields. Mi primera parada y muy cerca de la entrada a la estación de tren fue para ver la Vivekananda Ashram, una especie de edificio usado para eventos culturales y religiosos por los hindúes y con una estatua en la entrada del Swami que le da nombre. Por allí la calle se llena de columnas, hay una fuente enorme y tiene más pinta de barrio hindú. Segui a la catedral ortodoxa siria de Santa María, iglesia construida para esa comunidad, la cual tiene un número significativo de miembros que llegaron como refugiados después de la Primera Guerra Mundial. La siguiente iglesia era Nuestra Señora de Fátima, esta creo que es católica y se curra a los tamiles, teniendo la misa en su idioma. A mí, que soy un inculto de qué no veas, me parecen indios pero seguro que ni es lo mismo ni es igual. Después pasé por la Iglesia Evangélica Luterana y empecé a dudar de si aquello era el barrio hindú o el cristiano. Lo siguiente en la ruta era el monasterio y templo budista de Maha Vihara. Al parecer los árboles del jardín son esquejes de cierto árbol sagrado que hay en Sri Lanka. Estos estaban en plena campaña de recogida de lo que sea para mandarlas a Nepal. El siguiente templo era hindú, el Sri Sakthi Karpaga Vinayagar y en su interior hay una estatua hecha con una pieza de granito de casi dos metros que no vi porque el pordiosero de la puerta al que hay que pagarle para que te deje pasar me daba un asco horrendo y NI MUERTO me quito los zapatos para andar por el templo, así que me limité a fotos de la fachada para mayor disgusto del populacho. Después vi la iglesia Metodista Tamil, curiosa porque el edificio es triangular y se ve bonito y queda bien en las fotos. Después pasé junto al Madrasatul Gouthiyyah, lugar para los musulmanes hindúes, aunque estaba cerrado a esa hora. Cerca de los raíles del monorail y visible desde el mismo hay una escuela metodista para chamas y tiene una torre con un reloj que a fuerza de verla desde el monorail, le acabas haciendo foto cuando la tienes tan cerca. Resultó que esto estaba prácticamente al lado de mi hotel. Después pasé el edificio de la asociación de ciegos malaya y que explicaba la cantidad exorbitante de ciegos que hay en la zona. El siguiente fue el templo hindú Sri kandaswamy, el más espectacular y al que por descontado, tampoco entré. Había una chama haciendo fotos afuera y cuando intentó entrar y vio al leproso del puesto y lo de los zapatos, escapó corriendo como truscolán que ve guardia civil. Lo último que vi en esta caminata fue la preciosa iglesia del Santo Rosario. Allí, en lugar de regresar andando a la estación (unos doscientos metros) y coger el metro para ir al comienzo de la siguiente, opté por ir caminando, ya que mil quinientos metros no es distancia. Una consecuencia directa de mi decisión es que no creo que haya taxista en esa ciudad que estuviese en activo y libre que no me haya pitado seis o siete veces para ver si quería usar su vehículo. Mi destino era la Plaza Merdeka, la Dataran Merdeka, el corazón de toda la época colonial. Comencé con el Museo Nacional Textil, con un edificio precioso de ladrillos rojos en estilo Moghul con unas cúpulas muy musulmanas y sus ventanas con arcos. Después pasé nuevamente por la Fuente de la Victoria, ya centenaria, traída del Reino Unido y con elementos de Art Nouveau. Esta le fascina al clan de los selfis que seguramente no han visto una cosa así en su vida. El siguiente edificio es el Restoran Warisan, también precioso, también de estilo Moghul y que en el pasado era un museo y ahora es un restaurante para turistas de tres plantas. En la puerta y por la calle había algún tipo de evento y estaba lleno de puestos vendiendo comida y el que me aterrorizó hasta las lágrimas fue uno de CHURROS hechos con una manga pastelera, que no tenían nada que ver con el producto original, que parecían trozos de mierda enorme y con un cartel espeluznante en el que los llaman dónuts y dicen que son PARA HOMBRES. Tengo foto que veremos y con la que nos reiremos próximamente. El chamo me intentó vender uno pero le eché una maldición rumana y salí por patas. Por allí esta la Galería de la Ciudad de Kuala Lumpur, museo o galería cuya obra maestra es una maqueta de la ciudad (toma, toma y toma …). Por fuera el edificio es muy bonito. A ver si se gastan unos leuros y se compran algo de arte o contratan a la superdotada aquella que rectificó el Ecce Homo. También pasé junto a la biblioteca de Kuala Lumpur, aunque por ser domingo estaba cerrada. Me salté algunos de los edificios porque los tengo muy vistos, hice alguna foto de la fachada del edificio del Sultan Abdul Samad y me reí lo que quise o más con los ensayos de algún número de baile que había más tarde en el lugar por algo relacionado con UNICEF y en el que los bailarines tenían superpoderes mariquitas, vamos, que con el aceite que perdían si se envasa te puedes montar un negocio. Como había completado las dos caminatas en menos de dos horas, me fui al Mercado Central para curiosear y me metí por el barrio chino, aunque me agobia el exceso de turistas y los puestos de venta de Maifren, que es como te llaman todos y acabé saliendo por patas de allí y acercándome a la parada del monorrail más cercana, desde la que fui hasta la parada que me deja cerca del centro comercial Pavilion, gigantesco y que ya conozco. Opté por ir a ver una película allí y la sala estaba petadita de gente. Al salir cené temprano en el lugar y allá sobre las siete de la tarde, fui hasta la parada más cerca del hotel en monorail, recogí mi mochila y fui en el KLIA Express hasta el aeropuerto. En el camino, reorganicé mi equipaje con la mochila de mano, que era la bolsa de quince litros a prueba de agua y una vez en el aeropuerto tenía que esperar un poco para facturar y haciendo tiempo me cambié de zapatos y le puse los candados a la mochila. Había hecho la facturación online y solo tenía que dejar el equipaje, con mi mochila pesando ocho kilos y en la mano otros cinco. Después pasé el control de seguridad y de pasaporte, cogí el tren a la terminal satélite y busqué el hotel en el que hay duchas. Pagué mis diez leuros y las instalaciones eran de fábula y me pegué una ducha de rescandalo. Restaurado y re-vigorizado, me compré un batido y me senté en un rincón a ver episodios de series esperando la hora del embarque. Cuando sucedió, el avión iba petado hasta los alerones, sin espacios libres y a mi lado se sentó el chamo Mojamé, que pa’ mí que era de Indonesia. Cerraron las puertas del avión y nos hicieron esperar casi tres cuartos de hora porque había temporales espeluznantes en la ruta al pasar por la India y habían decidido desviar los aviones por Sri Lanka pero había tanto tráfico desviado que los controladores no daban abasto. Después de despegar, nos dieron la cena y me pasé siete horas durmiendo. Con el desvío, el vuelo se alargó hasta las trece horas y media y entre el retraso y esto, mi conexión en el aeropuerto de Frankfurt peligraba. Al aterrizar, básicamente había comenzado el embarque de mi vuelo. Salí, alguien me dijo que corriera como si detrás de mi viniese una hueste de truscolanes y eso hice. Pasé el control de seguridad entre terminales por un puesto expreso, pasé el control de pasaporte lentísimo por culpa de un hijoputa-terrorista musulmán-de-mierda que se metió en una de las dos ventanillas reservadas a pasaportes Europeos con sus chochos emburkados y con pasaporte de país enemigo y corrí la maratón para llegar al avión el último. Al parecer había otros dos pasajeros en el avión de Kuala Lumpur que iban hacia Amsterdam pero esos no lo consiguieron. Me guardé el medio-emparedado que me dieron en el avión para comérmelo en mi casa y al llegar a Schiphol no tenía mucha fe en que mi mochila apareciera pero lo hizo. La recogí y cogí el tren para ir a Utrecht, la guagua para llegar a mi casa y así acabaron las vacaciones en las Filipinas del año 2015, un país fantástico que se merece que comente mis impresiones en una anotación separada, ya que esta es demasiado larga. Como dato anecdótico, esta es la única anotación del viaje escrita en Europa y no en el día en el que sucedió la acción.


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