Primeras horas en la Gran Manzana


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Cuando llegué a Nueva York y recogí mi equipaje busqué el mostrador para comprar el billete del New York Airport Express Service Bus. Salen cada veinte minutos y te llevan directamente a Grand Central Terminal, Port Authority o Penn Station. Tarda unos cuarenta minutos en llegar a Grand Central Terminal y vale doce dólares. Salvo que vengas en manada, es la forma más rápida y económica para llegar a la ciudad. La vendedora de billetes era la joven más gorda que he visto en mi vida, una negra que parecía un monstruoso balón de fútbol, con unos brazos como grúas. La chica se estaba hincando una pizza tamaño familiar cuando la encontré y me dio el billete todo manchado de grasa. Me quedé allí esperando a que llegara el transporte y cuando sucedió la mujer nos dio un susto terrible porque se puso a vocear como una loca la llegada del vehículo, imagino que para asegurarse que otros posibles clientes se enteraban. El vehículo estaba un poco desvencijado pero aún funcional. Parecía más el tipo de transporte que te esperas cuando visitas un país de África y no la primera potencia del mundo. Arrancamos para la ciudad y yo iba todo el camino con la boca abierta, alucinando con los edificios, las pantallas gigantes de televisión en el medio de la nada que reproducían anuncios sin parar y la grandiosidad de la ciudad.

Llegamos a Grand Central Station y allí me encontré con mi prima. Directamente comenzamos el tour entrando en la estación de trenes y su soberbio vestíbulo, con una bóveda de veintipico metros de alto y en el centro un pequeño puesto de información y ese reloj que ha aparecido en tantas películas. Solo por la belleza del edificio merece una visita. Era cerca de las seis de la tarde, justo en la hora punta y aquello estaba que se caía de gente. Parecía un hormiguero con un paleto (este que escribe) y su trolley en el medio. El juego de luces navideñas ya estaba a pleno rendimiento y enormes copos de nieve se desplazaban por los altos techos creando formas preciosas.

Salimos de la estación por la calle 42 y caminamos hasta Bryant Park, justo detrás de la New York Public Library. En el lugar había una enorme pista de patinaje sobre hielo. Esta es nueva y lo que muchos no saben es que su uso es gratuito, al contrario de lo que sucede con la del Rockefeller Center. Alrededor de la pista hay un montón de locales para comprar cosas curiosas, bares y cafés. En una de las tiendas vendían figuras hechas de hierro con diferentes motivos y entre ellas estaba el bicho malo de la película Aliens el cual me arrepentiré toda mi vida por no haberlo comprado.

Una manzana más adelante pisé por primera vez el Centro del mundo, Times Square. Da igual lo que os digan, hay que verlo, hay que estar allí y alucinar. Todas las calles en aquel lugar forman parte de nuestra cultura: Broadway, la Séptima, la Cuarenta y Dos. Miras edificio tras edificio los carteles luminosos, los colores vivos, la gente moviéndose frenéticamente. En aquel lugar hay 60 pantallas enormes y más de sesenta y cuatro kilómetros de luces de Neon allí nunca llega la noche. Conviene recordar que el nombre de Times Square le viene porque allí está la sede del periódico New York Times.

Ha sido el comienzo de una visita turística más espectacular de mi vida. En mi cabeza sonaban fanfarrias de John Williams y me esperaba ver cruzar el cielo a Superman o toparme con Batman mientras saltaba de edificio a edificio. Mi prima no me dejó ni tomar respiro e iba explicándome cosas continuamente. Entramos en la tienda de Toys ?R?? Us para ver la espectacular noria que hay dentro para los niños y la sección de juguetes relacionada con la Guerra de las Galaxias.

Desde allí fuimos al Rockefeller Center y recuerdo que desde alguna de las esquinas que cruzamos pude ver por primera vez el Empire State Building, soberbio e iluminado en colores rojo y verde para pasar las Navidades. Pese a ser un martes la calle rebosaba animación. Llegamos a la plaza del Rockefeller Center y allí estaba la pista de patinaje más famosa del mundo la cual preside Prometeo, el gigantesco árbol de Navidad, los Ángeles y todo eso que hemos visto una y otra vez al llegar las Navidades por la tele. La gente poco menos que se daba hostias por hacerse fotos allí. Cruzar la zona nos tomó un rato y al llegar al otro lado nos topamos con las bolas de Navidad que ya habéis visto. Allí mismo, la Catedral de San Patricio mira hacia la figura de Atlas y un poco más allá el mítico Radio City Music Hall. Desde allí subimos por la Quinta Avenida hasta el comienzo de Central Park. Pasé junto a la tienda de Tiffany?s, el MOMA y otro montón de tiendas que seguro que reconocéis si las veis. Es un paseo por la historia del siglo XX y posiblemente del XXI. Nos detuvimos al comienzo de Central Park y admiramos el cubo que da la bienvenida a la tienda Apple, una preciosidad arquitectónica.

Desde allí cogimos el metro y bajamos hasta Canal Street y entramos en Chinatown, otro lugar bullicioso y lleno de tiendas de chucherías en las que es obligatorio el regatear. Cenamos en el 69 Chinese Restaurant, el cual os recomiendo. Todo el local está empapelado en billetes de un dólar que la gente ha ido pegando en las paredes e incluso el techo. Para el viajero español estos locales supondrán un impacto terrible. En España priman los restaurantes chinos amariconados, con esas figuras horrorosas, esos leones hortera, las cortinas pachangueras y los empleados vestidos a lo Mao en tiempos de hambre y miseria. El barrio chino no posee ese tipo de locales. Lo que hay son antros sucios en donde los patos asados cuelgan de las ventanas, hay un olor intenso a especias y la limpieza brilla por su ausencia. Eso es un restaurante chino de verdad, igual que los que hay en Amsterdam en el barrio Chino. Sé de una amiga que se tuvo que salir de uno a vomitar porque no pudo soportarlo. Yo me inflé a comer y me supo a gloria.

Tras la cena ya se estaba haciendo tarde y mi prima me acompañó a la que iba a ser mi residencia los días siguientes. Un apartamento al sur de Brooklyn, cerca de Conney Island, junto a la playa de Brighton, en pleno barrio Ruso. Sales del metro y los carteles de las tiendas están en alfabeto cirílico, la gente pasea con gorros rusos y allí el idioma que brilla por su ausencia es el inglés. Así fue la llegada y las primeras horas en Nueva York.

El relato del viaje continúa en Estatua de la Libertad y Broadway

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