Riesgos laborales


Creo que ya he comentado que hace poco nos acoplaron un intruso en nuestro despacho. Realmente no estamos muy apretados, gracias a la legislación neerlandesa, que nos otorga una cantidad más que suficiente de metros cuadrados por persona. Sin embargo, en el último y más reciente intento por mejorar la eficiencia de la compañía, nuestros amados directivos decidieron barajar el personal y mover a unos y a otros a diferentes departamentos. En esta lotería fuimos agraciados con unos cuantos nuevos y como ya estábamos al completo en cuanto a oficinas, hemos tenido que apretujarnos un poco. Por supuesto, todo muy nórdico. Se ha pedido permiso a los sindicatos para colocar al tercer hombre de manera temporal en ciertos despachos hasta que se normalice la situación. Así que ahora tenemos seis huevos con sus tres penes correspondientes en nuestro hogar laboral, algo que vuelve loco de placer a mi compañero travestido, que no pierde ocasión de meter el hocico en nuestro cuarto para oler a hombre.

El nuevo compañero es uno del que hablé de pasada hace tiempo, cuando comenté que en mi empresa los desarrolladores se casaban comprando las esposas por catálogo. Mira tu por donde hemos acabado con el premio gordo, aunque declino hablar sobre su parienta en esta anotación ya que tengo grandes planes para ese tema en un futuro incierto y en la actualidad estoy negociando una visita a su casa para conocer a la susodicha, algo que me hace estremecerme de pánico ante los terribles riesgos que tendré que correr con tal de poder contar la aventura.

Así que retornando al tema de hoy, este hombre tiene algunas cosas que yo no veo muy normales, pero que dado el poco mundo que he visto y lo cerrado de mi círculo de amistades, seguro que se debe más a mi ignorancia que a graves problemas del sujeto. Entre las cosas que no termino de encajar, la más molesta es su capacidad para quedarse mirándome fijamente durante minutos sin decir nada. He llegado a la conclusión de que lo que en realidad sucede es que está pensando y deja su vista desenfocada, aunque sigo sin entender por qué tiene que virar su cabeza hacia mí. Esto era lo que creía hasta hoy. Ya nada será lo mismo.

Hoy a las cinco de la tarde se produjo la desbandada habitual. Los colegas corren como mariquitas hacia sus bicicletas para volver a casa, después de una dura jornada laboral en la que la mayor parte no ha hecho más que tocarse los huevos con fruición. Como siempre, quedamos unos pocos, los campeones de la empresa. Estaba yo allí tan entretenido traduciendo al español las ayudas de la nueva versión de uno de nuestros productos, un trabajo que no consigo recordar que formara parte del perfil de mi puesto, pero que como soy el último de los españoles en la compañía, he heredado. A mí me encanta porque hago unas traducciones super-cachondas, inventándome palabras y poniendo otras que sé que mis amigos de la patria, puristas del idioma donde los haya, se arrancarán las vestiduras cuando las lean. Si trabajáis en una empresa de tamaño medio o grande, corréis el peligro de usar nuestro software y os aseguro que la traducción al español es cosa del menda lerenda. Aquel que encuentre la ventana con el mensaje Si estás hasta la pipa del coño, pulsa Cancelar y me mande pantallazo con la prueba, conseguirá una camiseta de Peluquería Antonio, dos fotos de mi vecina la china e hija y un muñeco falso de Vudú que compré en mi viaje a Nueva Orleans el año pasado. A propósito, esta versión no sale hasta la primera semana de Junio, así que no me hagan trampas y empiecen a mandarme fotos trucadas.

Volviendo al tema, que en seguida pierdo el Norte, estoy allí partiéndome la polla de risa con mis invenciones idiomáticas cuando el nuevo cierra la puerta y se me quita los pantalones. Yo mantuve la vista en la pantalla y procuré que no se notara mi pánico. Recordé que en los documentales siempre dicen que si esto sucede, te quedes quietito y cuando puedas corras como una locaza. Lo miré sin que se diera cuenta, pero bloqueaba la puerta y es más grande y más fuerte que yo, que gracias a la PlayStation 2 soy un campeón de todo tipo de actividades de riesgo, pero desde que me quitas el joystick me quedo en nada, que no soy más que un manojo de nervios, pequeñito y delgaducho, además de desgarbado. Así que tengo ese hombre en paños menores, controlando la única salida y yo trato de recordar todo lo leído sobre violadores y similares. Veo toda mi vida pasar ante mis ojos, todos esos momentos felices y no tan dichosos, los días de sol y calor en las Canarias, los días grises de Holanda, las aventuras en América, en Europa Central, en la península Arábiga y casi se me saltan las lágrimas al pensar que en breves momentos me intentará borrar el cerito sexual. Evalúo mis opciones si grito, aunque sé que en este país no consigues que se acerquen sólo con un grito. Miro mi escritorio en busca de armas con las que repeler el ataque, pero aparte del almanaque del Sagrado Corazón de Jesús y de la foto de Carlos-Jesús, no hay nada. Decido hacerme el loco y sigo tecleando con rabia, aunque de mis dedos no salen palabras sino aglomeraciones de letras y números sin sentido.

Me fijo un poco más en el terrorista de la carne y veo que lleva un tanga, un tanga con franjas de leopardo. Hay que ser muy mala persona para ponerse un tanga de leopardo. Me veo con menos futuro que un caramelo en la puerta de un colegio. De las fronteras del tanga surgen unos manojos de pendejos que parecen señalarme y gritar Vamos a por tí. Siento como una espesa capa de sudor cubre mi cabezón y baja apresuradamente por mis brazos. Mis dedos resbalan sobre las teclas, mientras ese pervertido sigue allí, mirándome fijamente en tanga. Noto como que quiere hablar y me preparo para gritar clemencia, para pedirle que tenga piedad, para arrastrarme si es necesario por el suelo implorando por mi orto, que desde que vi al subnormal de Orlando Bloom haciéndolo en Troya, está claro que no es indigno.

Cuando finalmente me habla me dice que los miércoles va con otros dos a correr y que salen desde la oficina. Me invita a unirme a ellos. Finalmente saca de una bolsa un pantalón de deportes y se lo pone, ocultando ese tanga felino. Yo despliego la más tímida de mis sonrisas y declino la invitación. Desde que deja la puerta libre salgo corriendo y veo que la luz del despacho de mi jefe está encendida, así que vuelo a refugiarme bajo sus alas. Mi jefe nota mi agitación pero no consigue sacarme palabra.

Lo que tengo claro es que nunca más me quedo después de las cinco en miércoles. A partir de ahora me voy a casa temprano, que no quiero tentar a mi suerte y la próxima vez quizás no pueda escapar.

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