Cruzando China camino de Manila


Cada vez entiendo más a la gente que se mete en una agencia de viajes y contrata un paquete con todo, todo, todo. Es más caro pero te ahorras un montón de dolores de barriga, de nervios y demás. En mi caso, además de todo eso, como me estoy volviendo un maestro de la ultimísima hora, te ahorras también la incertidumbre. No fue hasta dos días antes que reservé el hotel en el que me quedaba la primera noche y medio apalabré un billete de avión con una compañía aérea local y reservé también el motel para mochileros con el que cubría casi mi primera semana. 

El viernes, antes de ir a trabajar, el dormitorio de invitados de mi casa era un pequeño caos con todo sobre la cama, tanto las cosas que me llevaba como los posibles. Trabajé en Hilversum hasta la hora del almuerzo y después seguí desde mi casa, combinando el trabajo con las carreras a dicha cama para añadir más cosas, para quitar otras y para pesar una y otra vez la bolsa, ya que no podemos hablar de mochila porque no he traído ninguna. 

Cambié de opinión en la cantidad de mudas de calzoncillos y camisetas, bajando el número de siete a cinco, me dejé atrás los zapatos TChús-camina-sobre-las-rocas porque me ahorraba casi cuatrocientos gramos y así con varias cosas. Finalmente, cuando cerré la bolsa, de cuarenta litros y convertible en cutre-mochila, llevaba unos ocho kilos y pico. Al salir de mi casa por patas hacia la parada de la guagua ya que había visto que por culpa de una avería solo teníamos un tren cada treinta minutos hacia el aeropuerto, según llegaba a la parada me daba cuenta que me dejé atrás los papeles impresos con las reservas de los sitios y cuatro mapas muy chulos que hizo un chamo de posibles rutas a las Filipinas. Con el disgusto en el tren, fui en guagua a la estación y desde allí en tren al aeropuerto. Pasé el control de inseguridad, que parece que han movido a una planta más alta y después busqué un rincón tranquilo en el aeropuerto. Mi vuelo era con China Southern pero comenzaba con un avión de KLM para ir hasta Chengdú, capital de la provincia de Sichuán en el sudoeste de China. Al acercarme al avión flipé porque era un novísimo Dreamliner, los B787, de los que KLM recibió el primero en noviembre y solo tiene cuatro. Es cierto lo que dicen, las ventanas son grandísimas, sobre todo comparadas con los aviones de una o dos generaciones anteriores. También es cierto que es muchísimo menos ruidoso. El despegue casi no se notó. La duración del vuelo eran unas nueve horas de las que dormí más de cinco. En el tramo inicial estaba despierto pero después de comer me dio el jamacullo y me desperté cuando encendieron las luces para darnos de desayunar, aunque técnicamente aterrizábamos sobre las doce y media del mediodía.  La ciudad esa se ve gigante y desde el aire China se parece mucho a Europa. Creo que en la ciudad viven unos nueve millones y medio de julays. El aeropuerto era gigantesco pero se veía muy vacío de aviones. Cuando salimos me enteré que no conocen el concepto de viajero en tránsito así que te dan una visa de unas horas para que salgas con el resto de chavos y vuelvas a entrar y facturar. Eso explicaba el por qué en Schiphol las máquinas de facturación no me daban todas las tarjetas de embarque. Así que para bien o para mal, ya he visitado China ya que salí a la calle y volví a entrar y facturar. Los pasajeros con equipaje también tenían que recogerlo y volverlo a meter. En el aeropuerto, el Wifi gratis era solo para aquellos que tienen un número de teléfono chino, más o menos como en Turquía lo cual convierte a ese servicio en inútil. Igual las autoridades europeas deberían empezar a jugar en esta liga y hacerle lo mismo a sus pasajeros y así espabilan. El control de seguridad en China fue de pura risa y aunque estaba en una terminal local, una vez estabas dentro podías llegar a la zona internacional. Sin Internet, hice lo único que puede hacer un hijo de cristiano. Eché el JIÑOTE, con lo que sí alguien pretende dudar de mi convencimiento de haber estado en China, que se vaya a tomar por truscoluña, que no es nación. De nuevo solo me habían dado una tarjeta de embarque, hasta la ciudad China de Zhangzhóu, en donde ya tomaba el vuelo que me llevaba a Manila. El segundo avión era un Airbus pequeño pero como ni número de asiento era en la fila cuarenta y nueve, estaba totalmente convencido que nos apilarían como a ganado o nos llevaban de pie, ya que un A319 ni de copa tiene tantas filas. Resultó que tras las dos primeras filas, que eran primera clase de la de antes, la numeración saltaba a treinta. En el avión me enteré que en China aún no se puede usar el móvil o cualquier otro dispositivo, no sólo durante el despegue, sino durante la primera y la última media hora. De hecho, no apagan la luz del cinturón y los primeros treinta minutos hasta la azafata y todas las salidillas de emergencia estaban sentadas.  Eran unas dos horas de vuelo y nos dieron a elegir entre fideos con carne picada y algo con arroz. Yo elegí los primeros. Como no podíamos hacer nada, tanto en el despegue como en el aterrizaje dormí. El siguiente aeropuerto era gigante al cuadrado. Es la sede de la China Southern, aerolínea que es más grande que casi todas las europeas. Solo tenía dos horas así que salí en modo turbo, caminé una eternidad hasta el lugar en el que habían unos cuchillos como los de golf para llevarte a la parte internacional del aeropuerto y allí, una cola como en los puestos de comida para pobres en truscoluña, esos que tendrán tan pronto se independicen. Le conté a un empleado que yo iba con equipaje de mano y el tío agarró una máquina y me sacó mi tarjeta de embarque, con dos cojones y mi agradecimiento más absoluto. Tras esto, cola para entrar a la parte segura. Aquí sí se lo tomaban más en serio pero era la terminal internacional. La primera cola, unos diez minutos, era para que te estampen la tarjeta de embarque y pasar el control de seguridad. Después de esa teníamos que llenar una tarjeta de salida del país. Después teníamos un control de pasaporte y tras este, otro control. Tampoco se podía usar Internet. En teoría, tenían unas máquinas por la terminal que te imprimen un código para acceso temporal. En la práctica, estaban todas apagadas. El avión salía a las ocho de la noche, hora local y el embarque comenzó en hora. A mi lado, hembra Filipina casada con canadiense que se veía más bruto que un arado y que la llamaba calabacita, aunque yo creo que ella era más bien pepinillo o si me apuras, calabacín caducado. Media hora de dormir, otra comida, de nuevo a elegir, entre fideos u otra cosa que tenía un aspecto horrendo. Elegí nuevamente los fideos. Aterrizamos en Manila sobre las Díez, el control de pasaporte fue cuestión de micro-segundos y según salí de la terminal, busqué un cajero automático, saqué guita, me compré una tarjeta SIM con internet y tomé un taxi a mi pensión, la cual estaba literalmente en la puerta de la terminal 4, que es la de vuelos locales, aunque sí no me equivoco la 3 también es para vuelos locales, solo que la usa en exclusiva la compañía aérea nacional. 

Y así fue el salto de más de diez mil trescientos kilómetros que me llevó desde Utrecht a Manila.

El relato continúa en Desde Manila a Coron

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