Maniobras en la oscuridad


Hoy retrocedemos un par de meses en el tiempo para contar algo de lo que fui testigo cuando estuve en las Canarias de vacaciones. Como todos los hechos verídicos que manchan estas tierras, está retorcido y manipulado para alcanzar una verdad diferente, aún no sabemos si superior o inferior. Es mi deber avisaros de la crudeza de las palabras que vienen a continuación y sugiero a los puros de espíritu, a los torpes de mente y a los píos de conciencia que abandonen esta lectura lo más rápidamente e inviertan su tiempo en tareas más reconstituyentes.

Aquellos de vosotros que habéis superado el primer párrafo habéis dado un paso de gigante hacia la condenación de vuestras almas, así que os pido y os ruego que ceséis en vuestra búsqueda del mal y volváis por donde habéis venido, que Internet es grande y hay mucha cosa buena, aunque yo aún no las he encontrado.

Los eventos que os voy a contar sucedieron la última noche. Después de seis días en suelo canario, quemado por el bendito sol que acaricia esas tierras, afrontábamos la última cena sabedores que a la mañana siguiente comenzaría el largo retorno a casa, a esta mi casa nórdica en la que el verano brilla por su ausencia y en donde el agua nos bendice día sí y día también con su presencia. Teníamos pensado ir a uno de los restaurantes de la zona de Vegueta pero finalmente acabamos en Casa Perico Junior, en la Playa del Hombre, pomposo nombre que identifica a ese pequeño poblado situado entre Melenara y la Garita. Antes de seguir os recomiendo desde ya el que vayáis a comer a ese sitio. Sin lugar a duda mi favorito para comida canaria, junto con el original Casa Perico, sito en Melenara.

Llegué con mis amigos holandeses, a los que les debo el contar la historia de ese viaje y encontramos mesa sin problemas. Nos dimos el típico atracón a productos de la tierra: gofio escaldado, puntitas de calamar, brecas, papas arrugadas y similares. Fueron momentos de gula sin mesura, en donde el atávico acto de comer nos llevó a no hablar y engullir la pitanza sin prisa pero sin pausa. De alguna forma empujamos el postre en nuestras barrigas, hinchadas con tanto producto canario. Salimos del restaurante jartos como perras que dijeran algunos. Habíamos dejado el coche en un aparcamiento de tierra que está cerca y que queda sobre la playa. Andamos lentamente, siguiendo en nuestra cabeza los sones de una procesión inexistente, hablando sobre la comida y lo que haríamos al volver a casa, manteniendo nuestra conversación entre inglés e holandés, con la gente mirando hacia nosotros, asombrada por Dios sabe qué.

Cuando estábamos al lado del coche mi amigo holandés era el que conducía, así que yo me fui al asiento del acompañante mientras su esposa entraba también por mi lado en el asiento trasero. Estamos junto al coche los tres, esperando que mi amigo abriera las puertas cuando sentí por primera vez que algo estaba mal allí. Miré en derredor, miré dentro del coche, pero no se notaba nada extraño. Sin embargo la sensación de algo anómalo no me abandonó y se hizo más persistente. Mi colega tenía problemas con la llave y aquella espera se hizo bastante larga. De repente, sin aviso previo, el coche junto al mío se movió bruscamente. Fue un espasmo. Hasta ese momento no me había fijado que había algo de luz en su interior y que parecía haber dos personas. Ahora que miré hacia el mismo, pude ver que el sutil movimiento era repetitivo. Agachándome un poco miré en su interior.

Lo que me encontré fue una escena dantesca, algo que resulta imposible de imaginar. Sentada en el asiento del conductor había una tía, una chichona de baja cuna y ninguna cama. En su cara había un rictus extraño que no podía ver muy bien por el ángulo. Sus piernas estaban elevadas, con una apoyada sobre el volante y la otra sobre el salpicadero, abiertas y no parecía llevar nada que las cubriera. La observación confirmó el detalle, estaba desnuda de cintura para abajo. Pero aún hay más. Su compañero, el chichón que se sentaba en el asiento del conductor parecía estar enfrascado en una ardua tarea. Su rítmico balanceo así lo confirmaba, pero estaba claro que salvo que tuviese una manguera auténticamente grande, no era posible que estuviera conectando físicamente con la chica por vía genital. La cosa rompía todas las reglas de la física. Jamás se vio un rabo con tanta envergadura, uno que saltara de un asiento al otro y se introdujera en el objetivo. Me fijé mejor y entonces lo vi claro. El tío estaba pajeando a la colega. Tenía un par de dedillos en el susodicho de la chica y su movimiento rítmico era el que producía las tenues vibraciones del vehículo, ayudado por la cadencia que también imprimía la chica. Parecían estar muy concentrados en aquella tarea, con esos dedos entrando y saliendo, entrando y saliendo mientras ella, con el gesto torcido del gusto, disfrutaba de la vista sobre el mar. Mi amiga la holandesa, que también se había agachado, vio lo mismo que yo. Se levantó y en una ráfaga corta y contundente le dijo a su marido lo que sucedía. Nos pusimos los tres a mirar, alucinados con lo natural que parecía el pajear a una tía en un aparcamiento público junto a un restaurante popular. Tras lo que posiblemente fueron segundos el propietario de esos dedos traviesos se percató de nuestra presencia. Se hundió en el asiento, apagó la luz y se lo dijo a la tía, que replegó piernas y se encogió aún más que él.

Fueron cogidos infraganti e inmediatamente la vergüenza los inundó. Se quedaron allí, a escondidas, esperando que nos marcháramos para seguramente terminar la tarea. Nosotros comenzamos a parlotear, contándonos los mejores momentos, alabando la precisión, la técnica, el estilo y juzgando críticamente la composición y la ejecución de dicho ejercicio. Después de varios minutos de deliberaciones, decidimos que no podíamos otorgar más de un ocho con dos e informamos a los afectados de la puntuación, lo que no pareció alegrarlos. Entramos en el coche con tranquilidad, arrancamos y nos marchamos de allí. Para aquellos dos desconocidos posiblemente no fue más que un momento de vergüenza pero para nosotros fue una experiencia que podremos contar el resto de nuestras vidas.

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