Por más que me lo juren por Snoopy, yo jamás de los jamases y de los nunca-jamases entenderé el maldito cambio de hora, ni el de verano ni el de invierno. Esa hora que aparece de la nada o desaparece en una noche es algo que nos desestabiliza completamente y por más que me digan que alguien, en algún lugar ahorra, yo no me lo CREO. Con los años he descubierto que puedo saltar desde la zona horaria del centro de Europa a la de Manila y me adapto perfectamente, el cambio es rápido y el segundo día ya duermo como un campeón a mis horas. Sin embargo, cuando voy de vacaciones a las islas Canarias, con una horita de diferencia, pierdo una hora durante una semana y cuando regreso a Europa me toma como dos semanas adaptarme de nuevo, lo mismito que sucede cuando hacen el cambio de hora de verano o de invierno. Son solo sesenta minutos que a mí me cuesta unos veinte mil ciento sesenta minutos en ajustar. Desde el domingo por la mañana, se pondrá ese contador en marcha y durante las dos siguientes semanas mi cuerpo estará convencido que estamos en una hora determinada y sin embargo, por la gracia de algún cabrón que espero que ya esté ardiendo en el infierno rodeado de truscolanes, el tiempo real será otro. El horario de verano debería ser juzgado en el tribunal de la Haya por probada tortura de los julays humanos y hasta de los inhumanos. Si la aberración no se hubiese cometido el último domingo de marzo, no habría que corregirla el último fin de semana de octubre, que además siempre coincide con el fin de semana del Bokbierfestival en la ciudad de Amsterdam y a mi el cambio de hora me pilla con una previsión neurológica de borracho a muy borracho tirando a chuza que no veas y el domingo los aparatos electrónicos de mi casa irán por libres con una hora y el reloj del horno que para mí es como la Sagrada Palabra del hijo de aquella que se casó con uno que perdía más aceite que el Titanic y que después se inventó una trola con un espíritu con forma de rabote, pues ese reloj me llevará en otra hora y hasta que la resaca no esté muy avanzada allá por el ocaso de ese día no me acordaré que se ha producido el cambio de hora y lo ajustaré.
Este año, el Bokbierfestival tendrá un par de novedades significativas. Como siempre, los turistas serán pocos o ninguno ya que es un evento neerlandés para cabezas-de-queso. La primera novedad es que los veinte leuros de entrada, que se transforman en un vaso único y exclusivo del festival y en dos monedas con las que te puedes tomar dos cervezas, esa entrada solo se podrá pagar en efectivo. La idea es que las colas se moverán más rápido que cuando la gente paga con tarjeta y si por casualidades de la vida un joputa-musulmán-de-mielda está por allí con su mochilita cargada de substancias que pueden detonar, se reducirá de esta manera la cantidad de julays afectados. La otra novedad es que lo de la fabricación de cervezas de otoño en Holanda, las bokbier o bockbier es tan popular y ha crecido tanto que han decidido no invitar a los productores belgas y alemanes que venían en otras ediciones y centrar el festival en el producto de la patria, que es excelente. El día que en el resto del mundo descubran las cervezas de otoño holandesas, la gente flipará en colores. Por supuesto, por más que probemos algunas marcas nuevas, los clásicos de siempre, la Ezelenbok y la Ijsbok tendrán un rinconcito en mi vaso exclusivo para el evento, el cual se unirá al arsenal de vasos de años anteriores, tantos que he tenido que deshacerme de los vasos de vino que compré en algún momento del pasado y que ahora espero que hayan sido reciclados. Todo el que viene a mi casa sabe que todo el volumen de la misma ha sido declarado LIBRE DE VINO y si no tomas cerveza (y siempre tengo cuatro o cinco marcas y tipos distintos de la misma), mejor te traes tu botella que te llevarás si sobra algo porque yo ese mejunje no lo quiero ver ni en pintura, salvo el malo tirando a peor que uso para cocinar.