Al no estar relacionados con la iglesia, los mosaicos del Domus dei tappeti di pietra son más pachangueros. Algunos de los que encontraron los han puesto en las paredes, como el de la foto, en el que tenemos a un chamo que le gusta vestirse como Miguel Bosé en los noventa y al que le gusta rodearse de animales.
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¿Y qué coño hago ahora?
Mirando entre las fotos que tengo de bicicletas encontré esta que lleva cinco años esperando por la oportunidad de aparecer por aquí. Sucedió antes del cambio climático, ya que los dos últimos años no hemos tenido prácticamente nieve. Imagínate la cara del dueño cuando iba a coger su bici para ir al centro de la ciudad y se la topó así. Dado que yo le hice la foto, está claro que optó por volver a su casa. Recuerdo que cuando tuvimos la tormenta que facilitó la foto, estuvimos tres días totalmente aislados del resto de la ciudad, sin transporte público y con unas cantidades ingentes de nieve en las calles. Mis bicicletas no padecieron el drama porque tienen su propia casita en el jardín en la que descansan tan a gustito.
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Mosaicos en el suelo del Domus dei tappeti di pietra
La Chiesa di Sant’Eufemia no tiene nada de especial. Su arquitecto fue el mismo de la catedral y comparte con esa el estilo Barroco. En la actualidad es la entraada para el Domus dei tappeti di pietra, un lugar lleno de mosaicos increíbles. Este sitio no está cubierto por la entrada común que hay para los otros y hay que pagar para verlo, pero merece la pena. Los mosaicos están debajo de la iglesia y se descubrieron de chiripa en el año 1993. Los mosaicos son de la época romana, se calcula que del siglo III (palito-palito-palito). En la foto vemos un enorme mosaico en el suelo.
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Cuando se va la luz
El lunes cuando salí de mi casa a las siete de la mañana para ir al lugar ese en el que me dan café gratis y engordan mi cuenta corriente para que pueda seguir viajando, noté por primera vez que en mi ruta había luces encendidas en el interior de las casas. Es la prueba irrefutable que la batalla por la luz se ha perdido y hemos entrado en el otoño. Nos esperan seis meses de oscuridad. Como me recuerda el programa que uso para mirar la previsión meteorológica en mi teléfono güindous de cien leuros y que es un programa que solo funciona en los Países Bajos ya que realmente me la trae al fresco la previsión meteorológica de Ushuaia y me interesa mucho más el conocer si en los próximos cinco minutos va a llover sobre mí, el día de hoy durará veintinueve minutos menos que el miércoles de la semana pasada, unas circunstancias dramáticas que ya sitúan el amanecer trece minutos después de las siete de la mañana y que hoy me han obligado a usar las luces de la bicicleta por primera vez, algo que se convertirá en la norma durante los próximos meses. Por la tarde las cosas no van mejor, el sol se pondrá (si es que lo llegamos a ver) siete minutos antes de las ocho y el día durará doce horas y cuarenta minutos y al ritmo que vamos, en dos semanas perderemos una hora más.
Con estos cambios, los árboles ya empiezan a colorearse y abandonan el eterno verde que tanta tranquilidad nos da y en el jardín mi catalpa amenaza con descargar todas sus hojas, actividad que realiza en unos pocos días y que al ser del tamaño de folios hace que en un rato, tenga un contenedor de hojas para reciclar. Si en algún momento de esta semana deja de llover, tengo que escarificar el césped, que se me está llenando de malas hierbas y aunque también son verdes, no luce tan glorioso como cuando está en su estado más óptimo.
Con la obscuridad y las luces en las casas llega el exhibicionismo, ya que muchísima gente no tiene cortinas y cuando vas a la oficina es raro que no le ves las tetas a una julay (como sucedió el lunes con una que estaba en su baño con la ventana abierta aireando sus sacas de la leche) o el cipote a un chamo que está en la cocina en pelota picada tomando un café mientras mira por la ventana. Nunca sabremos si son conscientes que se les ve perfectamente desde la calle. Cuando vivía en Hilversum mi calle era más entretenida que la tele. Por la noche y gracias a que mi apartamento estaba en la segunda planta, tenía un montón de ventanas con sus movidas frente a mí, como la pareja aquella que el viernes ponía un edredón en el suelo de su salón frente a la tele y echaban un kiki que desde mi casa se veía perfectamente. Una ex-comentarista que vivió en su día en Amsterdam decía que de camino a su casa pasaba frente a una en la que el morador se la cascaba a conciencia sin importarle que lo veían desde la calle, de hecho, parecía que le excitaba más eso.
Con la llegada del otoño, vuelvo a dedicar algunas horas cada semana a procesar las fotos que hago y gracias al brutal trabajo que hice el año pasado, este año no tengo demasiadas y conseguiré, por primera vez en la historia del universo conocido, ponerme al día.