El sábado tuve uno de esos días que seguro que entran en la lista de los de Annus horribilis de la reinona del Reino Unido, aunque si lo limitamos a un día debería ser algo así como Diem horribilis, asumiendo que esta cutre-traducción la ha hecho uno al que le importaba un carajo la asignatura de latín y que hizo lo imprescindible para aprobar con un sobresaliente sin aprender nada de nada (… y hasta aquí puedo leer …) aunque Cafalé, que era el mote del profesor de dicha asignatura, me tenía en el típico altar con dos ramos de flores y me besaba las uñas negras y largas de los pies.
El día comenzó bien. Desayuno espectacular y relajado y como iba al cine en Utrecht a las dos de la tarde, mañana super-simplona y de esas de tocarte los güevos para ver si te siguen creciendo. En un momento determinado puse el lavavajillas y mientras el electrodoméstico más venerado de mi casa trabajaba, me puse a procesar fotos en el Lightroom. En eso estaba cuando pasada una hora me acerco a la cocina y veo un charco de agua en el suelo. Se paró el universo de golpe. Miro a ver si dejé la puerta de la mucama mecánica abierta y todo parecía normal. Después de investigar un poco, descubrí que una de las mangueras del aparato, seguramente la de salida, estaba rota o al menos el agua provenía de esa dirección. Controlo el modelo, la marca y toda la información, llamo al servicio técnico y un contestador te dice que hay que llamar de lunes a viernes. En ese instante, entramos en modo de emergencia ejecutiva. Cancelé la única comida que había prevista para los siguientes siete días en mi casa y entré en modo de baja actividad en lo que refiere al cocinado, solo cosas que no producen una cantidad ingente de loza sucia. De chiripa me pilla con el congelador petadísimo y podré sobrevivir con una dieta variada y que ya quisiera más de uno. Como tengo la misma capacidad de memoria de un pez payaso, al rato ya ni me acordaba y me iba al cine.
El lunes por la mañana al entrar en la oficina mi jefa me pregunta por el fin de semana y le cuento que ha sido espantoso, terrible, terrorífico porque en mi futuro más cercano, no hay lavavajillas y creo que la última vez que fregué la loza, cierto honorable y conocido ladrón, mentiroso y estafador de un país que no existe llamado truscoluña debía ser el presidente de esa comunidad autónoma española. A las ocho y un minuto contacté con el servicio técnico, les expliqué el problema y apalabré una cita para el martes. La única estimación horaria que me dieron fue que sería de nueve de la mañana a una de la tarde así que opté por trabajar desde casa. A la una menos cuarto, cuando ya estaba pensando en llamar para ponerlos a caldo de pota, vino el técnico, se agachó, activó el modo de succionado de agua del lavavajillas y al instante vemos el agua. Me mira como si fuera un iluminado que conoce la verdad más absoluta y me dice: es el tubo de desagüe. Imagino que la mirada mía le bastó para captar que ya lo imaginaba. Mira el modelo de manguera, revisa en su equipo y me dice que no la tiene y que volverá en una semana con la susodicha para cambiarla.
Así me he quedado. Una semana completa en la que cuando ensucio loza, la tengo que fregar, lo cual está añadiendo una presión adicional en mis ganas de no venir a casa a cenar y así evitar el ensuciar en la cocina. Ni mañana ni pasado cenaré aquí y aún estoy apalabrando algo para el fin de semana. Por suerte, el lunes, ayer y hoy hemos tirado de comida congelada. Un día caldo de millo, otro salchichas con guisantes y el tercero tortilla de papas (que no estaba congelada sino almacenada en una bolsa al vacío). La única excepción a la regla del cocinado son las magdalenas, aunque no estoy regalando tantas para que me duren más.
En fin, que el sábado fue mi diem horribilis