De cuando en cuando tengo una extraña sensación como si una mano se posara sobre mi hombro y cambie la dirección hacia la que estoy encaminado. Son cosas que suceden y que después, cuando te paras a analizarlas, descubres que hay algo bastante extraño en ellas.
El lunes me levanté a las siete de la mañana porque quería llegar antes al trabajo. Como esa noche volaba hacia Barcelona, prefería llegar antes a la oficina y así volver a mi casa temprano. Dejé más o menos todo preparado por la noche, no tanto la ropa que me iba a poner sino otras cosas ya que era el día que viene a mi casa la señora de la limpieza y tampoco es plan que se encuentre todo tirado, sobretodo porque lo ordenará de tal forma que jamás encontraré las cosas y prefiero saber en donde están. Me duché, me vestí y desayuné. En la mesa de la cocina dejé seis magdalenas de chocolate con una nota para la señora y salí de mi casa con el tiempo más bien justo para ir a la estación de tren. Como hace calor, no llevaba mochila y disfrutaba pedaleando por el carril bici. A un tercio de la distancia un flash me vino a la cabeza y maldije en voz alta: ¡Mierda! se me había olvidado dejar sobre la mesa el dinero para la señora y tuve que girar para volver a mi casa. De la misma forma que no estaría nada contento si mi empresa no paga la nómina antes del último día del mes no creo que a ella le haga gracia así que me resigné y decidí tomar el siguiente tren, uno que sale diez minutos más tarde. Llegué a mi casa con el paso acelerado, dejé la bicicleta por fuera del jardín, corrí al interior y puse el dinero sobre la mesa, debajo del paquete de magdalenas. Cerré la puerta y volví a a recuperar el ritmo de pedaleo. Me alegró no tener nada a la espalda porque sabía que de ser así, acabaría todo sudado.
Incrementé mi velocidad y tuve suerte con los semáforos aunque sin ella también los habría pasado ya que lo bueno de hacer la misma ruta todos los días durante casi cuatro años es que los conozco tan bien que puedo anticipar los momentos para cruzar sin problemas. En mi cabeza sonaba por cuarta vez el cuarto tomo de la saga de Twilight, Breaking Dawn. Para cuando pisé el andén el tren acababa de llegar y aún faltaban cinco minutos para que partiera de nuevo. Hice lo que hago en esas ocasiones, mandar esemeses y correos a los amigos y hacer alguna llamada. Después me puse a jugar y el tren comenzó su viaje. Nuestra primera parada era en Utrecht Overvecht y allí escuché el sonido que hace la locomotora cuando se desconecta y apaga. Me extrañó porque normalmente la parada es de un minuto o menos. El tren no arrancó. Me acerqué a la puerta y veo al maquinista salir de la cabina, cerrar la puerta y comenzar a andar hacia el extremo posterior del tren. El hombre parecía algo apesadumbrado. Salí con la bicicleta y me acerqué al revisor junto con algunos pasajeros. Nos informó que el tren anterior, aquel que yo debería haber tomado, estaba parado en la zona de Hollandse Rading por culpa de un aanrijden, la forma eufemística de referirse a los cobardes que se lanzan delante de un tren, generalmente con su bicicleta, para suicidarse.
Por un instante sentí un alivio inmenso, una sensación egoísta puesto que lo que debería sentir es lástima por el cabrón o la cabrona que decide joder la vida de cientos de personas en un lunes por la mañana haciendo eso. Al menos yo estaba en una estación desde la que podía reorganizar mi viaje y llegar al trabajo. Aquellos a los que el accidente les pilló en el tren, esos posiblemente tardarán un par de horas en llegar a su destino, quizás más ya que se suspenden los trenes y hasta que llegan los autobuses que han de recogerlos, el tiempo no deja de pasar. En la prensa holandesa jamás se mencionan los aanrijden, hay cierto consenso en que si se les da publicidad se puede incitar a otros. También es conocido por todos que la zona de Hollandse Rading es como la Meca de este tipo de actos. En aquel lugar, un poblacho en el medio de un bosque casi sin ciudadanos, allí hay el porcentaje más alto de suicidios del país. Las razones son varias, según a quien le preguntes. Unos dicen que es porque la cruzar por el bosque hay un montón de pasos sin barrera y eso hace más fácil el lanzarte contra el tren ya que el conductor no te verá venir y no podrá frenar a tiempo. Otros dicen que es porque allí hay un manicomio y de vez en cuando se les escapa un chiflado y uno de cada tres parece llevar programado en su código genético que al escaparse ha de suicidarse con una bicicleta lanzándose frente al tren. Los más románticos dicen que el lugar es tan hermoso que no hay mejor forma de morir. Yo no me decanto por ninguna de las teorías pero me toca los huevos que unas cuantas veces al año tengamos retrasos por culpa de estos desgraciados.
Muchos de los pasajeros trataban de convencer al revisor de las virtudes de seguir el camino pese a la prohibición cuando yo ya estaba mirando en mi iPhone la aplicación Trein y buscando una ruta alternativa. Un par de minutos más tarde paraba en la estación un tren que iba hacia Amersfoort y a la chita callando me fui acercando al andén. Tres extranjeros, posiblemente trabajadores de Nike debatían sobre que era lo mejor que podían hacer y en un instante de debilidad les dije que me siguieran. Cuando llegó el tren no se subió casi nadie. Todos los demás todavía creían en un milagro y además por megafonía les decían que debían tomar un tren hacia Baarn y allí cambiar a otro hacia Hilversum. En teoría suena fantástico si no fuera porque hay un tren cada media hora y el anterior había pasado dos minutos antes de llegar el nuestro. El nuevo tren cerró sus puertas y comenzó nuestro viaje hacia Amersfoort, lugar en el que cambié de tren y me subí a otro que me dejó en Hilversum. En total tardé una hora y cuarto en llegar a la oficina. Estoy seguro que sin la ayuda de mi Ángel de la Guarda hubiera sido peor.