Otra vista mágica en tonos amarillos
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Pistilo y estambres
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En la guagua
A decir verdad hoy no tengo nada que decir. Esta semana está marcada por los desvaríos y no se me ocurre ninguna otra chorrada que contar por aquí. Cualquier otra persona seguro que se preocuparía y trataría de forzar la maquinaria pero en mi caso, lo que no puede ser, no puede ser y no le presto más atención.
Hoy no fui en bicicleta al trabajo porque amaneció lloviendo y al volver a casa me encontré una chica en la parada. No era excesivamente guapa pero tampoco eso que se define como callo malayo. Esperamos juntos a que llegara la guagua y cuando lo hizo le cedí el paso para entrar en el vehículo. Desde donde nosotros nos subimos hasta la estación hay tres paradas más y el conductor, un tío con el que ya he ido en otras ocasiones y que se ajusta al modelo denominado viejo verde vio a la chica, la miró con ojos vidriosos por el ansia y entonó el himno de las chochas. A grito pelado comenzó el salmo: «Mucho chocho, … mucho chocho» y todos los tíos que iban en la guagua respondieron a una: «Es, … Es«. La chica sonrió y buscó un asiento libre en el que sentarse. Nada más entrar en la guagua te encontrabas con dos barbies comatosas, esas viejillas que están más cerca de allá que de acá y que siempre visten igual, con esas faldas plisadas, esas playeras modelo cordero de Cristo igualitas a las que llevaba el difunto Papa, esos calcetines cortos azules justo por encima de unos tobillos de tamaño extragrande y con esas patotas como columnas griegas, aunque no sabemos si dóricas, jónicas o corintias porque la falda nos impide ver el capitel que las corona. Las viejillas tenían el peinado estándar de la tercera edad holandesa, esos cortes de pelo que se anuncian en las peluquerías con descuento para la tercera edad y que se hacen poniéndoles una escupidera en la cabeza y recortando todo lo que asoma de las mismas. Los cabezones rubios cuando llegan a los setenta o más se vuelven blancos y siempre he sentido curiosidad por saber si allí en donde la luz del sol ya no llega también se les pone un bigotillo blanco o directamente se les cae el pelo. Imagino que si sigo por el país dentro de treinta años lo podré averiguar de primera mano.
Las viejillas no estaban muy satisfechas con la entrada gratuita otorgada únicamente por estar follable y comenzaron a cotorrear pero el chófer las acalló de un plumazo diciendo: se callan coño o les quito las dentaduras postizas. Las tías rezongaron pero no dijeron más nada. En la siguiente parada entró una chica con tarjeta de transporte como la mía, que te permite un uso y abuso ilimitado de los recursos públicos y junto a ella subió una asiática. Dicho así todos nos imaginamos una chocha de esas con ojos rasgados, cutis terso y sedoso, tetas pequeñas y manejables, una tía que parece estar pidiendo a gritos que la penetres una y otra vez. Pues no, no sucedió eso así que enfriad vuestras mentes calenturientas. La asiática era pequeña y demás, pero debía tener más de cuarenta años. Todos sabemos lo que sucede a las mujeres de esa parte del universo con la edad. Se arrugan como pasas, se les oscurece la piel y se les pone un hocico a medio camino entre perro pekinés, india arapajoe y careto de ministra de la derechona (como las Palacio’s sister). El chófer miró a la tía, agarró el bono guagua (aquí conocido como strippenkart) y rumió un mira que eres fea hijaputa mientras se lo sellaba dos veces, para joderla y que pague más. La china/tailandesa/indonesia o lo que quiera que fuera entró y cuando iba a buscar asiento el conductor arrancó a todo meter y la lanzó directamente contra las dos viejas cotorras, que se vieron de repente aplastadas por aquella tipa. Todos nos reíamos a mandíbula batiente mientras las dos ancianas cacareaban sus quejas y el guagüero se reía socarronamente. Finalmente la del lejano oriente acabó sentada cerca de donde estaba yo y pude ver lo mal que lleva esa gente lo del envejecer, como ya he dicho. Aquella es que daba hasta asco. Incluso los colegas que dicen que ellos si hay agujero la meten se lo pensarían tres o cuatro veces. Aquella mujer necesitaba un planchado completo para alisarle un poco la piel y ya puestos, una dentadura nueva menos negra que la que llevaba, que no tenía sarro, tenía dientes negros. La tía encima te sonreía con aquellos tizones y daba yu-yu. Saqué mi cruz de debajo y la puse bien visible, que estas cosas es mejor repelerlas con la ayuda de Dios. La tía tenía una manos con uñas como garras de pajarraco, similares a las que se me ponen a mí después de seis meses sin cortarme las uñas de los pies, que una vez me hice una foto y los de la National Geographic la usaron para un reportaje de aguilucho. Con aquellas armas en las manos esa tipa debe ser bien peligrosa.
Sin más incidencias llegamos a la estación de tren y tras una corta espera nos subimos al tren y continuamos viaje.
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¿Cagan los vegetarianos?
Ya sé que todo el mundo se pasa el día tratando de solventar los grandes problemas del universo y buscando fórmulas para que la humanidad sobreviva hasta el fin de los tiempos y de verdad que me avergüenzo de mi mismo porque yo mientras tanto no puedo dejar de pensar en boberías y desaprovecho ese escaso intelecto que Dios me dio haciendo el payaso pero es que no hay forma de evitarlo. Si valiese para algo más seguramente me habría quedado en la universidad, habría hecho el doctorado y ahora estaría oliendo coñitos de jóvenes de dieciocho años y eligiendo a las mejores para follármelas como hacen todos los doctores que conozco, que son muchos. No hay mejor vida que la del profesor universitario, vacilando con las niñas, escribiendo artículos para exponer en congresos que son siempre en lugares exóticos y a los que solo van para salir de putas y jugando a ser dioses en los exámenes aprobando o suspendiendo a la gente según les salga de los redaños. En lugar de eso acabé trabajando en una multinacional, atendiendo aburridísimas reuniones en las que se me ocurren estas ideas bobas y viviendo a tres mil kilómetros de la tierra que me vio nacer.
Bonita introducción pero ya me estoy desviando del tema. Que digo yo que los vegetarianos no cagan y me preocupa porque eso no puede ser bueno. Llegar a tremenda conclusión es el producto de una sesuda investigación en la que mismamente yo he sido la cobaya. Con la coña del Zeskamp al que estoy invitado me tengo que poner en forma y lo primero ha sido perder el lastre que arrastro desde que estuve en las Canarias. Me sobran unos kilos que se han acumulado en el tripón y no quiero ser el hazmerreír de los cabezas de queso cuando me tenga que quitar la camisa y exponer mi velludo pecho y esa pista de aterrizaje de helicópteros que me ha crecido en la tripa. Para remediarlo he optado por la dieta vegetariana y me he pasado a las ensaladas, que ocupan mucho volumen pero son puro aire. Habitualmente prefiero las dietas a base de comer carne que molan más pero como siempre hago la misma y resulta aburrido esta vez decidí elegir las verduras y sufrir un poco.
Después de dos días comiendo vegetales yo lo único que noté es que dejé de cagar. Fue como si se me hubieran quitado las ganas. No perdía peso pero tampoco lo ganaba. Por habito me sentaba en el retrete a disfrutar con mi baño de diseño y tras un rato, visto que no hay voluntad, pues me iba. Me leí las etiquetas de todas las cosas que tengo en el baño y al final opté por abrir la ventana y así mirar a la calle del aburrimiento. Lo que me preocupa es que el mundo está lleno de gente vegetariana y digo yo que tiene que ser terrible para ellos el vivir sin cagar. Es que no puede ser sano que Dios creó el mundo sentado en el retrete y eso se nota por la cantidad de mierda que metió en el mismo. Tras cuarenta y ocho horas de dieta vegetariana mi preocupación era más que evidente. Un vacío interior y una sensación de quiero pero no puedo me embargaba día y noche. Hasta pensé en renunciar y volver a comer carne. A la hora de la cena, que os recuerdo es la comida principal en los Países Bajos ya que el almuerzo brilla por su ausencia, me sentía como una cabra comiendo esos hierbajos aliñados. No lloro porque se me secaron los lagrimales después de ver esa mierda de película que es azul chimpún casi pachín que si no me pasaría la cena a lágrima viva. El tercer día por la mañana sigo desganado y como los días anteriores, decido que me tengo que sentar en el baño aunque sea para amortizar la inversión en clase y estilo. Me llevo el móvil para jugar un rato y cuando estoy en medio de la partida lo siento venir. Es algo como muy lejano, una señal débil y que requiere de un esfuerzo adicional. Dejo el móvil, cierro los ojos, comienzo con los ejercicios respiratorios y tras lo que parece una eternidad escucho un sonido anómalo y una sensación que solo se puede definir como extraña recorre todo mi cuerpo con epicentro en el tercer ojo. Yo las buenas cagadas las veo como partos y después de tanto cine me hago las respiraciones de las parturientas e incluso las caras que ponen cuando tratan de expulsar algo de dentro de sí. El chapoteo en el agua del retrete es como la prueba del algodón, no engaña. Estoy cagando bolitas, como las cabras. En mi vida me había pasado esto y ahora entiendo por qué esos putos bichos van por el campo soltando pequeñas bolas del tamaño de boliches. Son los efectos del vegetarianismo. Es algo malo per se, algo terrible. Dios no nos creó para que caguemos boliches, nos diseñó para grandes jiñadas, mierdas gloriosas capaces de tupir un retrete y no hay mayor ofensa que estas cagadillas endebles. Sobre la marcha decidí abandonar esta malsana dieta, me fui a la nevera, agarré un paquete de jamón serrano que me traje de España la última vez que estuve (Pata negra por supuesto) y de una tacada me endiñé todo el jamón.
No quiero ni oír hablar de comidas vegetarianas. En mi casa se come carne de cochino, de vaca, de cordero, de ternera y de lo que haga falta, pero siempre carne. Y volviendo al título de esta anotación, ahora sabemos que los vegetarianos cagan, pero ¿es justa y verdadera su mierda? Yo creo que no….
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