Casi todos los caminos conducen a Roma


Lo mejor de viajar con puntos acumulados en una compañía aérea es que te dicen que el billete es gratis. Lo peor es que es mentira y que camuflan los costes con impuestos y tasas de aeropuertos. Mi viaje a Roma comenzó comprando mi billete con las decenas de miles de puntos que he ido acaparando durante los últimos años. La última vez que compré de esta forma, viajé de forma totalmente gratuita pero desde entonces ha llovido mucho y las aerolíneas nos ordeñan tanto como pueden. Para aprovechar mi viaje al máximo salía temprano en dirección a Roma y volvía por la noche. Resulta complicado encontrar medios de transporte cuando has de llegar al aeropuerto a las cinco de la mañana pero por suerte en Holanda tenemos algo que se llama taxi compartido y que se puede contratar directamente desde la página del aeropuerto de Schiphol. La idea es sencilla, el taxi recoge a varias personas y cada una paga un costo fijo por el servicio. Por lo general a mí me recogen el último o me dejan en casa en primer lugar, ya que estoy en la ruta de los taxis que van hacia el Sureste del país y siempre a alguno le pilla de paso.

Un día antes de mi partida me llamó una amable señorita y me informó que el taxi estaría en mi puerta a las cuatro y media de la mañana. Con esa perspectiva, me levanté a las cuatro, me duché y cuando ya estaba listo vi las luces del taxi en la calle. Era un mini-bus y solo tenía un pasajero. A esa hora ya es de día y los pájaros que se han encariñado con el árbol que tengo en la parte delantera de mi casa gritaban a destajo. Espero que se les pase pronto la calentura o terminaré por cazarlos y cocinarlos al horno. A esa hora no hacía frío, es lo bueno del cambio climático que no está sucediendo, que los Países Bajos se han quedado con el clima del sur de Francia y a ellos les ha tocado el nuestro. En la carretera no había tráfico, íbamos por una autopista vacía con un conductor que respetaba los límites de velocidad. Según nos acercábamos al aeropuerto otros taxis se unían al nuestro, todos con el mismo destino.

Al llegar me sorprendió la actividad que había en el interior. Un montón de gente hacía cola en los mostradores de facturación de las compañías que aún no se han enterado que estamos en el siglo veintiuno. Yo caminé a las pantallas de KLM e imprimí mi tarjeta de embarque usando mi tarjeta de puntos para identificarme. Me acerqué a un punto de recogida de equipaje y les di mi maleta. Después fui al control de seguridad y lo superé sin más problemas, después de quitarme todo lo habido y por haber de encima. Se me olvidó sacar los líquidos de la mochila pero o no los vieron o no les importó.

Ya dentro del aeropuerto me llevé un disgusto terrible. En mi rincón favorito de Schiphol están montando un Starbucks, esa mierda de establecimientos que producen una basura de café y en el que los empleados han recibido órdenes de tratarte como si fueras retardado y tratar de colarte todo tipo de productos basura. Después de haber visto como se ha reproducido ese virus en Alemania imaginaba que tarde o temprano llegarían a Holanda pero esperaba que fuera más tarde. Para desayunar me había traído un par de Magdalenas que acompañé con un café. Después me acerqué a un baño y dejé mi contribución a las tasas de aeropuerto, es decir, jiñé. Ya que pago cuarenta euros por usar el recinto tres horas, procuro sacar el máximo partido.

Me sobraba tiempo y estuve escribiendo en el aeropuerto. Gracias a que mi teléfono permite ser usado como módem bluetooth de mi portátil apple y a que la configuración es tan sencilla que la puede hacer hasta alguien tan torpe como yo, estuve revisando el correo y navegando un rato. El avión acumulaba media hora de retraso que aproveché de esa forma. Cuando nos llamaron para embarcar esperé a que todo el mundo hubiera pasado. La gente se vuelve loca por entrar en el avión como si les fueran a quitar el asiento. Jamás lo entenderé.

El piloto nos explicó que el retraso era debido a niebla sobre el aeropuerto de Roma por culpa de la cual habían retrasado el aterrizaje media hora. A mi lado no se sentaba nadie y aproveché para echarme una cabezadita. Al despegar las azafatas pasaron con el desayuno, una cajita llena de delicias. Me sorprende que KLM vaya contracorriente y mientras otros reducen servicios y tratan a los pasajeros como borregos, ellos eliminan filas de asientos y cambian estos últimos para poner unos más cómodos y amplios y dan de comer en sus vuelos. Después de desayunar volví a dormirme. Me desperté mientras pasábamos sobre un montón de montañas por culpa de las turbulencias y volví a dormirme inmediatamente. Al comenzar las maniobras de aterrizaje me intenté fijar pero no vi la ciudad de Roma. Al llegar a tierra salí del avión y fui a recoger mi equipaje. Estábamos en la terminal tres del aeropuerto Leonardo da Vinci y la verdad, se ve un poco decrépita. También me sorprendió que dejan entrar dentro de la zona segura a la gente que está esperando grupos de turistas. Cada país es un mundo distinto en esto de la seguridad. Los italianos gritaban y movían las manos todo el tiempo. Después de encochinarme con el desayuno del avión sentía que tenía que soltar lastre y saqué nuevamente partido de las tasas de aeropuerto dejando un gran paquete en el aeropuerto. Lo peor de obrar después de volar es que tienes las tripas llenas de aire de tanta compresión y descompresión y en mi caso hago ruidos como si fuera una sopladera. Había un tipo limpiando el suelo del baño que tuvo que flipar con las corrientes tóxicas que salían del retrete en el que yo estaba.

Mi amigo Kike llegaba una hora y media más tarde y visto que allí tenían buenos asientos, cambié mi plan de esperarlo fuera y eché raíces cerca de la cinta de recogida de equipaje número nueve. Para la ocasión tenía los tres últimos episodios de la serie que estoy viendo pero solo me pegué uno de ellos. Estuve haciendo Sudokus y mirando a la gente. Al rato de estar allí llegó un avión de la India y era fascinante ver a toda esa gente.

A la hora a la que supuestamente teníamos que encontrarnos miré en las pantallas y no aparecía ningún vuelo procedente de Ginebra. Me acerqué al mostrador de información y la chica me informó que su avión llegaba por la terminal 2. En teoría debía salir porque no hay forma de cruzar entre terminales pero me explicó que si llegaba al final del edificio vería una puerta con un prohibido pasar salvo que seas personal del aeropuerto y si la cruzaba llegaría a la otra terminal. Lo hice. Nos saludamos y salimos buscando el tren que nos llevaría a la estación de Termini en Roma. El aeropuerto está más o menos bien señalizado y una vez encontramos la estación de tren buscamos una máquina para comprar el billete. El cacharro no aceptaba nuestras tarjetas de crédito y otro que sí lo hacía no permitía comprar el billete que queríamos pero tras un rato logramos solucionar el problema y fuimos al andén a esperar el tren. Allí olía a meados, se nota que la gente ignora los avisos para que no usen los baños del tren en las estaciones. Cuando el tren llegó y se vació entramos en un compartimiento. Los andenes son bajísimos y para subir al tren hay que escalar. La gente que tenía maletas grandes lo pasaba fatal y las ligeras de falda directamente te ponen el potorro en la cara si estás detrás de ella. Si has recibido la formación académica suficiente, en esos momentos aspiras hondo y puedes determinar sin ningún género de dudas la cosecha del mismo, el año en el que se estrenó. Como con el vino y con todas las cosas, unos años son mejores que otros.

El viaje en tren toma alrededor de cuarenta minutos. Seguramente se podría hacer en veinte pero los italianos han preferido la aproximación tercermundista. Había momentos en los que alguien caminando iba más rápido que el tren y en aquellos instantes que galopábamos las vías a máxima velocidad dudo mucho que superáramos los ochenta kilómetros por hora. Tampoco es una forma bonita de ir hacia la ciudad, pasas por unos barrios que no lucen sus mejores galas. Algunos bloques de pisos están sobre las vías. En uno de ellos, lleno de balcones con antenas parabólicas, máquinas de aire acondicionado y ropa tendida, una señora a la que el tren de la belleza se la había escapado veinte años atrás alzó los brazos para coger algo que estaba en alto y nos obsequió con un primer plano horroroso de sus tetas caídas y caducadas.

Al llegar a la estación buscamos la salida y caminamos los cien metros que separaban nuestro hostal de la estación Termini. Así comenzó nuestro viaje a Roma, la ciudad Eterna

El relato de este viaje continúa en El día que vi el Coliseo y al Papa.

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