3. Los juegos


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Tanto en el colegio como en la calle, los juegos eran siempre en manada y ser niño o niña no limitaba en demasía. De los juegos de aquellos primeros años, el burro era uno de los más divertidos, con dos equipos y la gracia de saltar sobre las espaldas del que debía adivinar si se trataba de churro, media manga o mangotero. En ese juego un buen equipo debía tener gente ligera capaz de saltar muy lejos y otros muy fuertes capaces de soportar el peso de varios sobre las espaldas. A veces, el burro se cambaba peligrosamente y acababa desmoronándose. Si no éramos demasiados, saltábamos a la piola, no tan divertido pero igual de ameno y cuando éramos legión, el pañuelito era el favorito y los equipos mixtos competían por pillar el pañuelo y ponerse a salvo antes de que te pillara el contrincante. El tráfico en la calle afectaba al juego en ocasiones pero por lo general, ni siquiera éramos conscientes de su existencia. Mientras nosotros gritábamos y nos desgañitábamos, los viejos jugaban al dominó o a las cartas en una mesa en la calle, ajenos a lo que sucedía a su alrededor. A las seis de la tarde, una marea de soldados abandonaba el cuartel para ir a sus casas a dormir y las chicas más desarrolladas aprovechaban para lucirse y mostrar la mercancía.

Si las mujeres eran mayoría, alguna aparecía con una cuerda enorme y comenzábamos a saltar a la comba, en grupos de cinco o seis que iban entrando bajo la cuerda y saltando con una sincronización casi perfecta, un juego algo aburrido ya que no tenía ningún otro objetivo. En algunas épocas nos daba por jugar a los boliches en el campillo, un solar al final de la calle que conocíamos centímetro a centímetro. Cuando estabas con un único amigo, jugábamos al fútbol de chapas, con nuestros pequeños equipos y esas chapas rellenas de plastilina o de cera. También, si no estábamos en guerra con alguna de las calles cercanas, era posible organizar un Policías y Ladrones y repartirnos por el barrio gritando, corriendo y escondiéndonos. En uno de esos juegos tuve contacto con las drogas por primera vez, cuando uno encendió un porrillo y nos ofreció una calada que rechazamos aterrorizados.

En el patio del colegio los juegos eran más o menos similares. Todas las mañanas teníamos un recreo y esa media hora no dejábamos de quemar energía, corriendo, gritando y jugando. A nadie se le ocurría sentarse en un rincón a leer un libro e Internet era algo lejano y desconocido con lo que los niños debían ser niños y comportarse como tal, tantear los límites del mundo y tratar de sobrepasarlos. En la puerta del colegio, durante el recreo, Mamina montaba su pequeño puesto y vendía golosinas y otras cosas a través de la reja. Siempre había una multitud luchando por conseguir llegar a la primera fila y lograr hacer su pedido. El patio del colegio era también el lugar perfecto para intercambiar cromos de la colección de moda, que solían ser de equipos de fútbol.

En una ocasión alguien llegó con un juego nuevo y fascinante. Si presionabas el pecho de alguien durante un rato impidiéndole respirar, se desmayaba. El concepto era innovador e increíble y pronto había varios grupos en el patio del colegio ensayándolo. A mí me lo hicieron y me desmayé, lo cual te convertía en un héroe instantáneo. Otro día, como curtido y experimentado jugador, me tocaba sujetar al sujeto por la espalda mientras los demás le aplastaban el pecho para que no respirara. Por lo menos cinco chiquillos empujando y aquel que no se desmayaba ni a la de diez y tanto esfuerzo hicieron que el que acabó por desmayarse fui yo, aplastado por toda esa gente. Fue la sensación del patio ya que nunca antes se había desmayado la persona que sujetaba al voluntario. Por suerte estaba contra una pared y no me pasó nada.

En el colegio y en la calle los accidentes eran constantes y nadie les daba mayor importancia. La sociedad fue evolucionando desde ese mundo en el que los niños juegan y cuando se hacen daño aprenden a la paranoia actual en la que los niños son pequeños dioses que hay que sujetar con pinzas de seda y procurar que no se rocen con nada. En mi calle era uno más de la manada, otro chiquillo que no sobresalía del resto y que repartía y recibía caña igual que los demás. Al ser un lugar en el que nos mezclábamos niños de un amplio rango de edades, solo los más viejos llegaban a la cima de la pirámide y controlaban al resto. En el colegio era distinto. En mi clase tenía mi grupo, mi selecto club de amigos con los que maquinaba trastadas y las ejecutaba impecablemente. Al salir del colegio por la tarde, íbamos a la casa de uno de ellos y allí daba comienzo la aventura del día.

En el barrio, de cuando en cuando alguien tenía alguna idea alocada y simplemente la ejecutábamos, sin pararnos a pensar en las consecuencias. Así, en alguna ocasión entramos en la zona militar de la Isleta, encontrando incluso un escondite con una inmensa colección de revistas porno que por supuesto nos llevamos. En otra, fuimos al campo de tiro a buscar balas que no se habían disparado. Con nuestro botín, montamos una hoguera en la montaña cerca de nuestra calle, teniendo las balas en el corazón de la hoguera cubiertas por piedras mientras nosotros, sin demasiadas preocupaciones, observábamos el fuego algo retirados esperando que las balas se dispararan. Cada tiro lo celebrábamos con una algarada de vítores. Mirando hacia atrás, resulta milagroso que todos escapáramos vivos a esa infancia y que fuesen las drogas las responsables de comenzar a diezmar las huestes. En una de las incursiones en territorio militar pillaron a uno de los chiquillos y cuando los soldados lo devolvieron, le habían rapado la cabeza, algo sacrílego y que nos parecía casi tan terrible como un fusilamiento. Funcionó durante un tiempo ya que les cogimos miedo y nuestro interés se volcó hacia otras aventuras.

Los años de la infancia, los previos a la educación secundaria, fueron los más salvajes, aquellos en los que se formó nuestro carácter. Fue una época en la que ni siquiera el mundo podía pararnos las piernas, nos faltaban horas para descubrirlo todo. En esos años, por la noche, al regresar a casa y cenar, me tiraba a leer sin descanso, series completas de libros, infantiles, juveniles y prácticamente toda la biblioteca del Colegio Galicia. Era raro el día que me acostaba antes de la una de la mañana ya que con tanto juego y vida social, solo me quedaban las horas de la noche para ese vicio.


3 respuestas a “3. Los juegos”

  1. Es increíble el aguante de los niños de entonces, no caían agotados ni de vaina…
    Que distinto es ahora… 🙁
    Salud

  2. Recuerdo todos los juegos que mencionas, parece mentira que se jugase a lo mismo a miles de kilómetros en el otro extremo de la península. En el churro, media manga o mangotero todos tratábamos de acabar encima de la espalda del más débil del equipo contrario para que se desmoronase. Si Sulaco, eran juegos donde la mercromina estaba al orden del día y que por lo demás no recuerdo ningún caso de accidente grave. Hoy en día ves a todas las mamás llevando en coche (cuanto más grande mejor) al niño subnormalito en la parte trasera con algún chisme entre sus manos para distraerse.

    Y por otro lado fuímos también la última generación que realizó la mili, de infastuoso recuerdo para algunos pero de la que yo tengo un grato recuerdo.

  3. Si lo miras bien…no tiene ninguna gracia ver (o leer) cómo se desmaya un niño; y menos, cuando es un desmayo provocado a conciencia. Pero tengo que reconocer que me he reído un buen rato, con «la sensación del patio» (de la cual «Paco» fue protagonista). Jajaja.