Los cementerios siempre son lugares silenciosos. Ambas entraron cogidas de la mano, respetuosas y pasearon hasta el lugar en el que se encontraba su madre. Se quedaron en silencio mirando el nicho y una de ellas acarició con delicadeza el mármol que sellaba el lugar. En la piedra estaba escrito el amor que todos le profesaron en vida y aún hoy, después de años de estar muerta. Una de ellas tenía unas flores y buscó un jarrón para ponerlas. Lo lavó, lo llenó de agua y dejó las flores junto a su madre.
Siguieron en silencio. El tiempo se deslizaba lentamente. Tras un rato se dieron la vuelta y se dirigieron hacia el complejo de edificios en el que estaba la capilla. Allí buscaron a los encargados del cementerio. En el interior olía a humedad y la imaginación de una de ellas lo asociaba con la muerte. Se imaginaba los sótanos llenos de cadáveres, todos desprendiendo ese olor que se filtraba por las paredes y llegaba hasta ellos. Estaba muy nerviosa. Le tendieron al funcionario los papeles sin decirle nada. El hombre los ojeó y buscó algo entre las hojas. Lo debió encontrar porque se quedó satisfecho.
– Está todo en regla ? les dijo ? Lo haremos en unos minutos. Esperen en la salita que está al final del pasillo y las avisaremos cuando hayamos acabado. Saben que el traslado corre de su cuenta, que nosotros no nos encargamos.
– Sí ? fue la respuesta seca y concisa de una de ellas.
– Está bien, nos vemos en unos minutos ? y las despidió indicándoles el camino con su brazo.
Se sentaron en la diminuta habitación que les habían dicho y esperaron sin hablar entre ellas. Estaban prácticamente solas, no se oía ningún ruido dentro del edificio. Desde la ventana se podía ver un árbol en el que descansaba una lechuza que miraba hacia el lugar en donde ellas se encontraban fijamente. Había una mesita con algunas revistas, todas religiosas y un montón de estampitas de San Lázaro junto a una cajita para dejar las donaciones en la que había unas cuantas monedas. Una de ellas cogió una y dejó medio euro. Se la guardó en el bolso escondiéndola en alguno de los múltiples bolsillos con cremallera que tenía. Siguieron sin hablar, sumidas en la tristeza que da el miedo a la muerte. Para ambas era un trago muy duro y si estaban allí era porque sabían que era lo que querían sus padres. Habían tenido que esperar años para hacerlo y antes de ese día tuvieron que dejar de lado las rencillas que las separaban y declarar una pequeña tregua en la guerra que mantenían desde su nacimiento.
Tras una eternidad volvieron a escuchar ruidos en el edificio. Después de un par de minutos volvió a aparecer el funcionario.
– Acompáñenme ? ordenó mientras se daba la vuelta y se dirigía al fondo del pasillo. Bajaron por unas escaleras y ambas pudieron sentir como se les erizaba el vello del cuerpo. Allí olía a productos químicos que aniquilaban cualquier otro olor. Había un montón de puertas y sobre algunas se veían unas luces rojas que estaban apagadas y que debían indicar algún tipo de trabajo. El hombre entró en una de las habitaciones y ellas se cogieron de la mano, sin darse cuenta.
Una vez dentro vieron que en el centro de la sala, sobre una mesa estaba el ataúd de su madre. Ya no lucía tan hermoso como el día del entierro pero aún así, seguía siendo imponente. Una se puso a llorar y la otra le pasó el brazo por el hombro. Los dos hombres que estaban en la sala estaban curtidos en este tema y no mostraban ninguna emoción, más bien indiferencia y el aburrimiento que da el hacer siempre lo mismo. Las dejaron gimotear unos segundos y cuando consideraron que el momento de respeto ya debía acabar se acercaron al ataúd.
– Vamos a abrirlo en su presencia. Después pondremos los restos de la fallecida en esa bolsa especial que pueden ver ahí y se los entregaremos. Ustedes tendrán que ir hasta el otro cementerio y allí procederán a abrir la tumba de su padre y poner los restos de su madre junto con los de él.
Ambas lloraban y asentían con la cabeza. Los funcionarios abrieron la tapa del ataúd y las miraron inquisitivamente para ver si querían echar un vistazo. Ninguna de ellas se movió. Parecían clavadas al suelo. Ellos empezaron a recoger y poner en la bolsa, aunque sin acercarse no podían ver en realidad lo que hacían. La tapa les bloqueaba la visión. Tardaron muy poco. Uno de ellos se asomó y les preguntó:
– ¿Qué hacemos con ésto? ? y les enseñó dos bolsas como de plástico, no muy grandes y con una forma muy peculiar.
– ¡Las tetas de mamá! ? dijo una ? ¡Yo las quiero! Póngamelas en una bolsa aparte para llevar.
– NO. Las tetas de mamá son mías ? dijo la otra.
– Ni muerta. Las tetas son mías, yo lo dije primero ? y ahí comenzó la batalla. Se lanzaron una contra la otra y en unos instantes se estaban tirando de los pelos, arreando bofetones e insultando: Puta asquerosa, son mías
– Puta tú, que eres del hospicio, que mamá te recogió ? se defendió la otra
– Zorra de mierda, te voy a sacar los ojos ? y la batalla se recrudeció.
Los hombres se lanzaron a separarlas. Habían visto peleas por joyas, relojes en incluso por unos zapatos pero nunca, nunca por dos bolsas de silicona.
Una respuesta a “El día que fueron a buscarla”
Jo!!!
Muy Bueno, de pana que no me lo esperaba, jajajajaja
Saludos.