Un solo dedo lo señalaba. Era el dedo de una niña de siete u ocho años. Se mantenía fijo en él y acaparaba la atención de la gente que pasaba a su lado porque estaba acompañado de un grito constante y agudo. Era una tarde de verano, de esas con calor pegajoso y desagradable que te invita a permanecer en casa o en algún lugar con aire acondicionado y mantenerte lo más lejos posible del exterior, por eso estaba en un centro comercial, los nuevos templos dedicados al consumo que han crecido como setas por todas las ciudades y en los que las hordas de clase media malgastan sus vidas.
La chiquilla llevaba un vestidito rosa que le llegaba hasta un poco por debajo de las rodillas y unos zapatos blancos con calcetines del mismo color. En su mano, esa con la que lo señalaba, tenía unas pulseras con cuentas como las de los hippies, hecha con algún juego para crearte tus propios abalorios y que supuestamente estimulan la creatividad de los niños. De nada sirve tanta estimulación si después los aparcas delante de una televisión durante horas para que no te molesten.
La madre volvió corriendo del escaparate donde estaba mirando ropa y le lanzó una mirada asesina preguntando a la niña que le había hecho el hombre malo. La chiquilla se lanzó en brazos de su progenitora. No era un bebé o un niño pequeño incapaz de articular sus pensamientos, era una niña que ya debería saber leer y escribir y que podía hablar perfectamente. En lugar de hablar seguía llorando y llorando. Su madre volvió a fijarse en el hombre, de alrededor de cuarenta años, bien vestido y algo nervioso. Se frotaba las manos continuamente y se veía que estaba por marcharse y dejarlas allí.
Tras lo que pareció una eternidad la niña volvió a señalarlo con el dedo y lo dijo:
? Este señor va a morir hoy ? A los dos adultos les cogió el mensaje por sorpresa. ?l se esperaba otro tipo de acusación que sabía falsa y por eso se había puesto tan nervioso y ella también creía que los llantos eran por algún tipo de abuso.
? ¿Qué dices María? ¿Quién te lo ha dicho? ¿Cómo lo sabes?
? Unas luces muy bonitas que estaban a su lado. Va a morir hoy. Lo van a atropellar. Las luces han venido a buscarlo para llevarlo hacia otro lugar.
La sorpresa en las caras de la madre y el hombre eran evidentes. ?l comenzó a relajarse, dejó las manos caídas y una pequeña sonrisa comenzó a romper la seriedad de su rostro. Ya nadie parecía prestarles atención.
? María, me has dado un susto de muerte. Discúlpate y vamos ? dijo la madre.
? No se preocupe señora, son cosas de niños ? le dijo y se volvió para marcharse.
La chiquilla y la madre se quedaron mirándolo mientras andaba por la galería en dirección a la salida. Llegó a la puerta principal y salió al aparcamiento. Seguramente aún iba pensando en lo que acababa de sucederle, riéndose de aquella bobería. Su coche estaba en la segunda o la tercera fila hacia la derecha, no muy lejos de la puerta. Aún tenía la sonrisa tonta en la boca cuando recibió el golpe. No lo vio venir. Fue un impacto limpio, que lo lanzó por el aire y al caer se golpeó la espalda contra el capó del vehículo. Su cuerpo adoptó una posición extraña, anómala. El coche frenó bruscamente. Era un Opel azul metálico tuneado, con las ruedas más grandes que el modelo original y alerones por todos lados. De su interior salía una música machacón a un volumen demasiado alto.
El hombre quedó tirado en el suelo mientras un pequeño río de sangre se comenzaba a formar. Los de seguridad corrían hacia el lugar hablando por sus emisoras, informando de lo ocurrido. La gente corría también y una señora que estaba muy cerca con su carrito de la compra gritaba histérica. El conductor era poco más que un niño, con el pelo cortado de forma extraña y mechas rubias. En su cara resaltaba un piercing en una de las mejillas y un tatuaje asomaba por su cuello. Del asiento del acompañante salió una chica que estaba a punto de comenzar a llorar. Su aspecto era el de una barbie indecente y deformada, falta de ropa y sobrada en carnes. Iba demasiado maquillada.
Los ojos del hombre se volvían vidriosos por momentos. Los de seguridad le tocaron el cuello para ver si tenía pulso. Por la cara del que lo hizo todos supieron que estaba muerto. El joven se echó a correr dejando su coche y a todo el mundo allí. Aullaba mientras lo hacía. Su chica se mordía las uñas al lado del cadáver mientras un río de lágrimas le estropeaba el maquillaje y le daba el aspecto de una muñeca sucia.
La mujer con la niña salió al exterior y vieron la multitud agolpada en torno al cuerpo y el coche. Ella ya sabía quien estaba allí pero necesitaba verlo con sus ojos. Se abrió paso y cuando por fin pudo ver a la persona atropellada reconoció al hombre al que su hija había señalado. No se dio cuenta que aún llevaba a la niña de la mano y que ella también lo estaba viendo todo. La madre se cubría la boca con su mano libre. La hija lloraba silenciosamente. La niña vio algo que los demás no pudieron ver, las mismas luces que le habían dicho lo que iba a suceder y que ahora revoloteaban alegremente en el lugar. En lugar de tres eran cuatro. Hicieron círculos alrededor de la niña y le susurraron que no se preocupara, que todo estaba bien. También le agradecieron la ayuda prestada y después de eso salieron disparadas hacia el cielo perdiéndose rápidamente entre las nubes que lo cubrían.
La madre y la hija volvieron a entrar en el centro comercial. Ambas iban en silencio. Una lloraba y la otra aún no había asimilado lo que acababa de suceder frente a sus ojos. Todo había sido muy extraño.
Este relato continúa en Quizás sea una pesadilla
Una respuesta a “La mensajera”
Vaya chiquilla.
Mejor no tenerla cerca y que no te cuente «el final de tu película».
Bueno y sorprendente, Sulaco.