Mi nuevo fisioterapeuta


Sería conveniente que previamente hayáis leído de camino al trabajo para llegar a entender mi drama personal.

Se me cayó el mito inmediatamente, porque su físico desgarbado, sus arrugas abundantemente sinuosas y su pelo gris mal cuidado me ponían muy difícil el poder usar el adjetivo apetecible para referirme a ella. Me recordaba a la monja que me daba clases de religión en la EGB, pero en versión extendida ya que debe medir un metro ochenta por lo menos. Se sentó conmigo frente a su ordenador y comenzó a extraerme los intríngulis de mi vida e introducirlos en su equipo informático. Nunca he entendido muy bien por qué hacen todo ese tipo de preguntas irrelevantes si desde el principio saben donde te duele, aunque imagino que hay que justificar la guita que mi seguro paga y tendrán que hacer unos informes preciosos. Mi nueva fisioterapeuta no tiene un ordenador apple, lo cual me dio muy mala espina por no cumplir la teoría de los buenos, la que se enuncia como todos los propietarios de ordenadores apple son buenos per se.

Yo pensé que la cosa acabaría aquí y me pondría en su lista de rotación para los días siguientes pero la demacrada chavala se descolgó diciéndome que empezábamos allí mismo. Me miró, miró la pantalla, me volvió a mirar y me dijo que me desnudara.

Pensé que había oído mal, así que pedí que me aclarara el concepto. Me dijo que me quitara la camisa y los pantalones. Dado que mi dolor es en el hombro, no terminé de comprender las razones, pero vista su mirada lasciva y el hilillo de saliva que se dejaba caer por sus labios, me comencé a desnudar. Lo de la camisa no supuso ningún problema, aunque a mitad de la operación me di cuenta del fallo garrafal que había cometido. Puesto que no contaba con tener sesión curativa ese mismo día y aún menos contaba con la obligación de mostrar los andamios sobre los que se sostiene mi cuerpo, había echado mano de uno de los boxers menos apetitosos, uno de los que andan pidiendo a gritos el retiro, con el elástico más gastado que el reprise de un seat panda. Pensé en volver a vestirme y salir corriendo pero la profesional bloqueaba la puerta y no me quitaba el ojo de encima. Me empequeñecí y me oculté tras la camilla, tratando de comprobar si todo estaba en su lugar. Experiencias anteriores con miembros de esta generación de ropa interior me recordaban que una vez superado el punto en el que deben ser jubilados, tienden a dejar desprotegidas zonas sensibles, o dicho de forma que hasta yo lo pueda entender, me dejan con los huevos al aire.

Me senté en la camilla para quitarme los pantalones y recé como nunca lo había hecho pidiéndole a quien quiera que me escuchara que no permitiera que estuviera ninguno de los huevos al aire. Fui tirando poco a poco de mi vaquero, escaneando cada nuevo centímetro de tela que quedaba a la vista para anticipar futuras vergüenzas. Tuve cuidado de no levantar ninguno de los pies porque la postura de la tijera es una de las que lanza las bolsas que contienen mis gónadas hacia el vacío cual campanas al viento. Finalmente quedé allí, diminuto, con un vulgar boxer gris, medio descosido y que se me caía por momentos. Ella disfrutaba del instante. Seguro que tenía cámara oculta y lo grabó. Me hizo tumbarme en la camilla, boca abajo y me puso una toalla cubriendo los gallumbos. Trató de engancharla a los mismos, pero la poca sujeción del elástico hizo que no fuera posible.

Me sometió a una tortura muscular de veinte minutos, creo que lo llaman masaje. Yo no podía verla por tener la cabeza metida en un agujero que me permitía respirar, pero me la imaginaba relamiéndose de puro gusto. A veces sentía esa mano fría bajando más de lo que sería conveniente, llegando hasta el nacimiento del canalillo trasero y se quedaba allí dos instantes más de lo debido, haciendo pequeños círculos con la yema de los dedos.

El siguiente momento de bochorno fue cuando terminó y me dijo que me vistiera. Bajarme de la camilla manteniendo los calzoncillos en su sitio no fue una tarea sencilla. No podía separar los pies, para evitar el efecto campanario, no podía realizar movimientos bruscos, para evitar su caída, no podía ni mirarla a la cara, para no morirme de vergüenza. Lo hice a cámara lenta, despacio y sin pausa. De alguna manera lo conseguí. Llegué a mis pantalones y me los puse tan aprisa como pude, sobre todo porque ella se marchó a lavarse las manos. La podía oír a través de las paredes de papel, cantando eso tan conocido que dice: Por el camino a Belén, que va a la ermitaaaaa, que va a la ermitaaaaa. La hijaputa había disfrutado como nunca. Yo entiendo que no se tiene todos los días la oportunidad de tocar y sobar un macho tan soberbio como yo, pero un poquito de por favor, a ver si nos controlamos y nos cortamos un poco.

Se volvió a sentar frente a su equipo informático de malvada, que ahora entiendo por qué no tiene un ordenador apple y empezó a llenar todos los días y horas que tenía disponibles con mi nombre. Mi mueca estupefacta disparó la más turbia y siniestra de las sonrisas que he visto en mucho tiempo. Me dijo que estaba bromeando y que no tendría que ir más de dos veces por semana. Ajustamos agendas y me prometí a mi mismo que para la siguiente cita, iría con mis mejores gallumbos para deslumbrarla.

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