Antes de cambiar el rumbo, un último ejemplo de arquitectura colonial. Originalmente este edificio era la sede del Banco de Saigón para la industria y el comercio como se puede leer claramente en la parte superior de la fachada pero todos sabemos como acabó la fiesta por allí y después de muchos meneos, en la actualidad es un hotel con una espectacular terraza en la azotea y unos leones impactantes en la calle que no se si son de la época del banco o se los añadieron para darle un toque más pachanguero al hacer el hotel. La fachada es sobria y exquisitamente elegante, algo que seguramente refuerza el color tan sobrio que le han puesto. Yo le habría metido unos rojos espectaculares y seguro que se ve mucho mejor. Ojito al detalle de la pequeña barrera para evitar que la gente cruce con alegría por delante del hotel, en una carretera que en un instante está vacía y al siguiente hay cienes y cienes de motocicletas y coches renqueando. Esta barrera también sirve para impedir los cambios de sentido, aunque en Saigón la gente tiene los güevos del tamaño de melones y directamente lo hacen en el carril por el que van y que Dios reparta suerte.
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La La La La La Laaaaaa
Este año en lo que a mi respecta, la quiniela de los Oscars tendrá tantos premios como pueda darle a La ciudad de las estrellas – La La Land y me gustaría explicar las razones que me llevan a ponerla sobre cualquier otra película, razones basadas en las cuatro veces que la he ido a ver hasta el día de hoy y que espero que antes que la quiten de los cines pueda ver cuatro o cinco veces más.
En el cine actual de super-hiper-mega-héroes con lycras y otras ropas amariconadas, el guión o la interpretación no cuenta. Así tenemos mierda tras mierda bajo los sellos Marvel y DC, basura muy cara, construida con animaciones por ordenador y efectos especiales y con historias que nadie entiende y actores que ni pueden ni quieren actuar y están allí por el cheque. En algunas de esas películas, en un solo minuto de la historia, UN SOLO MINUTO pueden darse CIENTOS de cambios de plano. Pueden suceder incluso varios en un segundo, con nuestros cerebros totalmente saturados e incapaces de procesar la información. Es la forma chabacana del cine en el año 2017 para ofuscar al espectador y confundirlo sin que se de cuenta que le están sirviendo mierda, con mucho brillo y glamour, pero igualmente mierda.
En este páramo de bazofia en el que estamos sumergidos aquellos que amamos el cine y que vamos tanto como podemos, algo que en mi caso ha sido más de doscientas veces por año en los últimos años, tropezarnos con La ciudad de las estrellas – La La Land es maravillarnos ante un clásico que seguramente será vapuleado en los Oscars pero que merece ganar todas y cada una de sus catorce nominaciones.
Hay dos momentos en esta película que te ponen la piel de gallina si sabes lo que está sucediendo. El primero de ellos es el arranque, los primeros siete minutos y el otro es la escena con el traje amarillo. En ambas escenas y durante siete minutos, hay UN SOLO PLANO, están grabadas de un tirón y cada una de esas escenas se repitió y tripitió y cuatripitió durante tres meses hasta que lograron el plano perfecto. UN SOLO PLANO, minutos y minutos y minutos y minutos y minutos y minutos y minutos y minutos y actores y actrices cantando, bailando, hablando, la cámara moviéndose para captarlo todo de una manera fluida y el espectador que no se da cuenta que por primera vez en muchísimo tiempo, no hay miles de cortes, hay una sola secuencia de imágenes para procesar y asimilar. La escena inicial, con la gente bailando y cantando en el atasco y la cámara que no se sabe muy bien como corre entre los coches, salta andén y hace otras cosas, esa escena se merece el Oscar a la mejor película y a los mejores efectos especiales porque es mágica, no hay otra forma de describirla. Le sucede la escena del traje azul, otra maravilla con la cámara moviéndose por el apartamento y con la fiesta a la que acuden y un momento de surrealismo cuando la cámara salta a la piscina y se chifla toda. La escena con el traje amarillo es lo único que me hace falta para darles el Oscar a Ryan Goslin y Emma Stone. Durante minutos, hablan, cantan y bailan en uno de los mejores números musicales de la historia del cine. Todo grabado con un ÚNICO PLANO y con un actor y una actriz que no actúan frente a la cámara, en realidad viven la escena mientras la cámara corre a su alrededor, los rodea, se acerca, se aleja, los sigue, los ignora pero siempre en un ÚNICO PLANO. Esta escena me ha puesto la piel de gallina las cuatro veces que la he visto. Es increíble porque hay muchas más, como la escena da fantasía en el observatorio (con el traje verde), la escena con la prueba para un trabajo, el epílogo que reescribe la historia que acabamos de ver, la escena con ambos cantando y él tocando el piano en casa o el baile con la señora en el pantalán. Siempre con muy pocos cortes, dejando que la cámara quiera a los actores y que los espectadores podamos paladear esos instantes con gusto, con nuestra atención centrada en lo que nos cuentan y en como nos lo cuentan y pudiendo apreciar el trabajo de quien nos lo cuenta.
Por descontado, no ir a ver La ciudad de las estrellas – La La Land en versión original es un crimen del mismo calibre al que cometen los que se han inventado truscoluña, que no es nación por más que nos lo digan.
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Interior de la basílica de Notre-Dame de Saigón
Cuando vimos la Basílica de Notre-Dame de Saigón me emocioné tanto que de alguna manera se me pasó el poner la foto del interior de la misma, que resulta una pequeña decepción y que sirve para recordarnos que eso de la belleza interior no son más que tonterías y lo importante es lo que se puede ver. Por dentro la basílica es larguísima pero está peladísima, sin más adornos que el exceso de televisores que hay en los lados y que hace parecer al lugar más bien un bar de karaoke. También se pueden ver los ventiladores con lo que os podréis imaginar la alegría y cosa buena que tiene que dar atender una misa con cuarenta y pico grados allí dentro.
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Otra prueba de mi perseverancia
Cuando me convertí en un atleta mega-límpico de esos, todos los que me conocen daban dos duros por mi constancia, como siempre y eso que tanto la bitácora, considerada por ninguno-que-yo-sepa salvo un servidor como la mejor bitácora sin premios en castellano y mi apego al Duolingo demuestran que tengo una regularidad obsesiva compulsiva cuando me tomo las cosas en serio y aún así me decían que aquello era un espejismo y desaparecería al poco tiempo. Cuando fui de vacaciones navideñas a Gran Canaria, me llevé los zapatones del atletismo y el tanga de leopardo y mantuve mi ritmo de dos sesiones semanales, igual que hice cuando estuve en agosto. En las Canarias, con el buen tiempo y la claridad, opté por seis kilómetros en cada sesión y al regresar lo reduje a cuatro, no por el frío sino por la lluvia y la oscuridad, ya que no me gustan ni la una ni la otra. No me importa ir a correr con un calor tórrido pero sí que me jode hacerlo cuando llueve o chispea. No me mola nada. Y lo mismo es con la luz, yo soy corredor de luz natural y aquí y ahora, con los días acabando antes de las cinco y comenzando casi a las nueve se me hacía una misión imposible durante la semana, con lo que regresaba a mi casa escopeteado y las dos primeras semanas de enero solo corrí unos cinco kilómetros en un circuito que me conozco muy bien y que comienzo con el sol cayéndose del cielo, porque la velocidad a la que se mueve es perceptible y al que sigue una oscuridad que llega en los cuatro minutos y cuarenta y nueve segundos que me suele tomar un kilómetro. La gran sorpresa particular ha sido que el frío no me molesta en absoluto y salgo a correr con un pantalón de chándal super-ligero que me compré en la tienda esa con nombre de número de mandamientos y en la que también compré una especie de camisa que bloquea el viento y que está pensada para actividades por debajo de los quince grados. Con eso y la banda que me protege los orejones y los guantes Gore me echo a la calle y en un par de minutos ya voy con una temperatura corporal muy agradable. Estamos veintipico días dentro del nuevo aaño y las tardes ya se han estirado como el chicle, hemos pasado de la puesta de sol a las cinco menos diecinueve minutos del uno de enero a la de las cinco y once minutos que habrá hoy, hemos ganado en tan poco tiempo MEDIA HORA de luz que a mi me sirve para correr seis kilómetros y ya sopesar el incrementarlos a siete. Los amigotes que me metieron en el tema ahora resulta que en invierno no corren, que hace frío, está obscuro y blah blah blah todos son excusas y yo probándoles una y otra vez que con cinco grados bajo cero, no solo es una actividad realizable sino que además, ejercitas las arriolas, ya que los cojones demuestran la flexibilidad que tienen y se retiran a sus cuarteles de invierno desde sus bolsas y se te ponen a la altura de las amígdalas.
La semana pasada y esta semana el único peligro es el hielo, con las temperaturas alrededor o por debajo de cero, el hielo puede ser una trampa que te espera en los lugares más recónditos, aunque en mi circuito, un lugar conocido como Laagraven, pronunciado truscoluña NO ES NACIÓN no lo hay, al menos si sigues el carril bici y conforme han pasado los días y la humedad se ha ido reduciendo, el hielo ha ido retirándose a los canales, que se convirtieron este fin de semana pasado en pistas de patinaje sobre hielo, no todos sino aquellos con menos profundidad. El sábado a las nueve y media de la mañana después de una sobada épica y antes de comerme el chocolate con churros fui a correr con tres grados bajo cero y mi vecino me vio regresar y flipaba. Él iba tapado como chocha fea emburkada y yo grácilmente desplazándome por la calle con mi velocidad constante.