Esta es la última foto de la serie sobre Hoi An y podría haberla puesto perfectamente en la serie sobre bicicletas pero me gusta tanto que prefiero que cierre la visita a la ciudad vietnamita. Desde la isla de Duy Vinh regresamos a Hoi An en bicicleta haciendo varias paradas y saltando islas y uno de esos saltos fue por un puente flotante. Los más ñangas se bajaban de la bici y caminaban por el puente pero lo divertido es ir de un lado a otro pedaleando mientras el suelo se mueve continuamente ya que el puente realmente está flotando sobre el río. El puente era bastante largo. Si no recuerdo mal, la foto la hice una vez lo crucé.
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Esa hora que nos mangonean
Por más que me lo juren por Snoopy, yo jamás de los jamases y de los nunca-jamases entenderé el maldito cambio de hora, ni el de verano ni el de invierno. Esa hora que aparece de la nada o desaparece en una noche es algo que nos desestabiliza completamente y por más que me digan que alguien, en algún lugar ahorra, yo no me lo CREO. Con los años he descubierto que puedo saltar desde la zona horaria del centro de Europa a la de Manila y me adapto perfectamente, el cambio es rápido y el segundo día ya duermo como un campeón a mis horas. Sin embargo, cuando voy de vacaciones a las islas Canarias, con una horita de diferencia, pierdo una hora durante una semana y cuando regreso a Europa me toma como dos semanas adaptarme de nuevo, lo mismito que sucede cuando hacen el cambio de hora de verano o de invierno. Son solo sesenta minutos que a mí me cuesta unos veinte mil ciento sesenta minutos en ajustar. Desde el domingo por la mañana, se pondrá ese contador en marcha y durante las dos siguientes semanas mi cuerpo estará convencido que estamos en una hora determinada y sin embargo, por la gracia de algún cabrón que espero que ya esté ardiendo en el infierno rodeado de truscolanes, el tiempo real será otro. El horario de verano debería ser juzgado en el tribunal de la Haya por probada tortura de los julays humanos y hasta de los inhumanos. Si la aberración no se hubiese cometido el último domingo de marzo, no habría que corregirla el último fin de semana de octubre, que además siempre coincide con el fin de semana del Bokbierfestival en la ciudad de Amsterdam y a mi el cambio de hora me pilla con una previsión neurológica de borracho a muy borracho tirando a chuza que no veas y el domingo los aparatos electrónicos de mi casa irán por libres con una hora y el reloj del horno que para mí es como la Sagrada Palabra del hijo de aquella que se casó con uno que perdía más aceite que el Titanic y que después se inventó una trola con un espíritu con forma de rabote, pues ese reloj me llevará en otra hora y hasta que la resaca no esté muy avanzada allá por el ocaso de ese día no me acordaré que se ha producido el cambio de hora y lo ajustaré.
Este año, el Bokbierfestival tendrá un par de novedades significativas. Como siempre, los turistas serán pocos o ninguno ya que es un evento neerlandés para cabezas-de-queso. La primera novedad es que los veinte leuros de entrada, que se transforman en un vaso único y exclusivo del festival y en dos monedas con las que te puedes tomar dos cervezas, esa entrada solo se podrá pagar en efectivo. La idea es que las colas se moverán más rápido que cuando la gente paga con tarjeta y si por casualidades de la vida un joputa-musulmán-de-mielda está por allí con su mochilita cargada de substancias que pueden detonar, se reducirá de esta manera la cantidad de julays afectados. La otra novedad es que lo de la fabricación de cervezas de otoño en Holanda, las bokbier o bockbier es tan popular y ha crecido tanto que han decidido no invitar a los productores belgas y alemanes que venían en otras ediciones y centrar el festival en el producto de la patria, que es excelente. El día que en el resto del mundo descubran las cervezas de otoño holandesas, la gente flipará en colores. Por supuesto, por más que probemos algunas marcas nuevas, los clásicos de siempre, la Ezelenbok y la Ijsbok tendrán un rinconcito en mi vaso exclusivo para el evento, el cual se unirá al arsenal de vasos de años anteriores, tantos que he tenido que deshacerme de los vasos de vino que compré en algún momento del pasado y que ahora espero que hayan sido reciclados. Todo el que viene a mi casa sabe que todo el volumen de la misma ha sido declarado LIBRE DE VINO y si no tomas cerveza (y siempre tengo cuatro o cinco marcas y tipos distintos de la misma), mejor te traes tu botella que te llevarás si sobra algo porque yo ese mejunje no lo quiero ver ni en pintura, salvo el malo tirando a peor que uso para cocinar.
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Thung Chai en la isla de Duy Vinh
En el pasado, cuando España oprimía adecuadamente a la ralea repugnante de los truscolanes, el grupo folclórico más odiado en el universo era el de los gabachos que después de tocar los mondongos a los europeos durante eones también pasaron por Asia. En Vietnam su misión era la de exprimirlos al máximo y por eso crearon impuestos para todo y uno de ellos era por tener barcos, haciendo que los pescadores no pudieran vivir de su oficio por culpa de los impuestos. Los vietnamitas de la zona de Hoi An, espabilados como pocos, construyeron unas cestas grandes que estaban libres de impuestos y con ellas, los pescadores se metían en el agua y pescaban, por supuesto a escondidas de los gabachos que solo los veían transportar las cestas pero no sabían que eran barquillas. Después de deshacerse del yugo opresor y poder usar barquillas normales las barcas redondas o Thùng Chai dejaron de ser populares pero todavía quedan algunas que se pueden ver por la playa o en la isla de Duy Vinh, en donde la simpática chama ancestral de la foto te explica como remar y navegar en esas barcas tan raras y que no tienen proa ni popa.
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Los andenes perdidos
La estación de tren de Utrecht, esa que se conoce como Utrecht Centraal es la más grande de los Países Bajos. Es básicamente una ciudad en movimiento, con más de novecientos trenes que pasan cada día por allí, con casi trescientas mil personas que entran y salen o cambian de tren. Es todo un universo con todo tipo de tiendas, bares, cafés e incluso dos pianos en cada uno de los extremos para que quien quiera se siente y regale música a los otros pasajeros, algo que sucede continuamente y en ocasiones incluso con gente cantando. En ese mundo recientemente renovado para prepararla para los cien millones de pasajeros al año que se espera que pasen por allí, faltan varios andenes, se perdieron en algún momento de la historia. Si te criaste fuera de truscoluña, que no es nación y está llena de ratas asquerosas y miserables, sabrás contar y si sigues las señales de los andenes no podrás encontrar el número 6, el número 10, el 13, el 16 y el 17. Algunos de ellos existieron en el pasado pero en la larga vida de esa estación de tren que se inauguró en 1843 desaparecieron igual que desde hace poco tiempo tenemos los andenes 20 y 21, nuevos y por los que yo suelo circular alguna vez cada semana camino de mi casa o de la del Rubio, ya que por casualidades de la vida allí también paran los trenes que van hacia su casa. El secreto de los andenes perdidos es que igual que en Londres tenían uno especial para ir a Hogwarts, desde Utrecht se puede acudir a varias escuelas de pitonisería, brujería y magia y por eso tenemos los números escondidos. En algunos casos, como el andén 10 o el 13, existían las vías hasta hace poco pero no había andén para acceder a los trenes porque eran vías reservadas para trenes de carga que paraban allí quizás esperando un hueco en el tráfico por el que colarse y seguir su camino. En la nueva estación, con sus techos acristalados llenos de células para recolectar electricidad del sol, con andenes amplios, vías rectas y escaleras grandes para que no se masifiquen, muchos de esos andenes desaparecieron pero se decidió respetar la numeración y así, los números perdidos son algo que a un pasajero que llegue por primera vez quizás lo confundan pero a los asiduos no, todos sabemos que no hay trenes desde esos números. Ahora que los nudos han desaparecido y que se redujo la flexibilidad para aumentar la velocidad, los trenes que van camino de Amsterdam siempre salen de los andenes 5 y 7 y aún así siempre puedes ver gente acercándose al mostrador de información y antes de abrir la boca, los empleados se lo dicen.
Aparte de esos andenes perdidos, con los cambios, con el paso del tiempo y con la llegada del presente que en algún momento del pasado era futuro se tuvo que quitar la cubierta de la estación, esa que se instaló allá por el 1895 que Genín recuerda tan bien porque lo pilló en la más tierna infancia. Esa cubierta era de tan buena calidad que la última parte que se quitó fue en el año 2011, prueba definitiva de que ningún miembro de la familia del Kalatraba estuvo implicado en el diseño o las obras. Cuando esta cubierta estaba por desaparecer, un techo histórico que vivió todo el siglo XX (equis-equis) en el corazón de la ciudad, un grupo de ciudadanos decidieron salvar un pequeño trozo de aquel documento histórico y el ayuntamiento de Utrecht les dio un nuevo lugar, un punto de encuentro, de verbenas, de mercadillos junto al cine Cinemec Utrecht, un lugar llamado Berlijnplein o truscoluña no es nación, que es la perfecta traducción. Son solo treinta por treinta y cinco metros de lo que fue el techo que protegía a la gente que pasó por una estación de tren durante ciento dieciséis años y hay que ver lo bien que llevan la edad.