Con menos de cuatro horas de sueño uno no está muy lucido. Me faltan sesenta minutos que deben ser vitales para que todos los engranajes funcionen perfectamente porque tan poco puede significar mucho. Me desperté un minuto antes de sonar la alarma de mi iPhone, una jauría de perros que ladran para llamar la atención. Una ducha rápida, todos los perecederos en la maleta y listo para salir de casa. No tenemos grandes despedidas porque nos vemos con mucha frecuencia. En un mes estarán mis padres en los Países Bajos y un mes y medio después de su marcha estoy yo en Gran Canaria para las vacaciones navideñas.
Llegamos al aeropuerto diez minutos antes que los autobuses que traen a los turistas y de esa forma me ubiqué muy bien en la cola de facturación. Una vez en marcha, fui de los primeros. En el mostrador que me tocó no funcionaba el indicador de la báscula y la chica estaba llamando para que la cambiaran a otro porque este era un vuelo en el que hay que dar el peso real, algo que asusta un poco porque suena a que no ponen ni un litro de combustible de más. Le pedí que me colocara en la última fila para estar lejos de la veintena de chiquillos y me dijo que tenían órdenes de sentarlos en la parte de atrás, a partir de la fila diez, así que me sentó en la primera fila, en el conocido asiento 1F, en rincón, con ventana y a nueve asientos de distancia de los enanos. Crucé el control de seguridad comiéndome un cruasán de Colomar que me había traído y me tronché de risa cuando me cachearon para ver si llevaba armamento y similares.
El rato que esperamos a que salga el avión lo pasé en la cafetería, jugando con el iPhone y escuchando algo de música. En el aeropuerto predominaban los alemanes, con un montón de aviones que salían en ese momento y que dejarían su carga por toda Alemania. Nosotros éramos el único vuelo previsto para la mañana de Transavia. Una niña corría por la terminal tropezando con todo el mundo bajo la atenta mirada de su madre, que la dejaba hacer.
Antes de subir al avión, descargué peso en el baño que está en el centro de la terminal de salidas del aeropuerto de Gran Canaria. Hace tres meses, en ese mismo baño, habían 2 urinarios cubiertos en bolsas de plástico negro, rotos. Ahora son tres y solo quedan dos operativos. Supongo que con la pasta que nos sacan por tasas de aeropuerto no hay dinero para arreglarlos y preferirán esperar a que caigan los dos que quedan.
Tras embarcar, comenzó el ritual propio del despegue. Sonidos extraños, compartimientos que se abren y cierran y mi maleta, a la que vi subir junto con otras. Se porta bien la jodida, un solo despiste en más de un centenar de vuelos, siempre llega al destino conmigo. Está muy achacosa pero le tengo cierto apego emocional y me da la impresión que el día que la cambie, igual su substituta es más pendenciera y le gusta perderse a menudo. Al llegar a cabecera de pista tuvimos que esperar a que aterrizara un avión. Era de Spanair, del mismo tipo del que no completó su viaje hace un par de semanas. Yo no tengo miedo a volar y pese a los accidentes ocasionales, sigo pensando que es el medio más seguro de transporte. Tampoco veo nada bien la demonización que se ha hecho de esa compañía. Estoy seguro que ninguna persona de las que trabajan en ella realiza su trabajo con negligencia porque en ello les va la vida. Ellos también están a bordo con los pasajeros.
Al estar en el lado derecho del avión, al despegar no pude ver Gran Canaria y me tuve que conformar con ver a lo lejos Fuerteventura y Lanzarote. Después tomamos altura y llegó la tranquilidad del vuelo, bastante más rápido que el de ida. Atrás dejé el sol Grancanario, el calor del mar y un montón de cenas y encuentros con amigos. En este viaje esos cruces de caminos fueron mucho más abundantes que en visitas anteriores y la verdad es que no me puedo quejar. Nos dejamos querer unos a otros. En mi mochila vuelve a casa conmigo el libro de la Gramática de la Lengua Española el cual me dedicaré a estudiar en los próximos meses para ver si enderezo un poco mi dominio del idioma y rectifico todos esos fallos que sé que cometo.
Una vez en Eindhoven me encontré con la sorpresa de tener veintisiete grados de temperatura, aunque el aire es más pegajoso que en las islas. Recogí mi maleta y sudé como un pollo en el autobús que nos llevaba a la estación de tren de la ciudad. El resto forma parte de la rutina habitual. Al llegar a mi casa me encontré con mis vecinos. El hombre me había cortado el césped y arrancado todas las malas hierbas del jardín. Hay que reconocer que es un puntal.