Llego a Gran Canaria y me ataca la alergia de forma salvaje. Mi casa en Holanda está totalmente enmoquetada y yo no soy de los que andan con la aspiradora todos los días y sin embargo es pisar suelo canario y comenzar a estornudar por el polvo. Se nota que he perdido las defensas. Pasé mi vida aquí casi sin alergia y ahora no soy capaz de sobrevivir sin medicinas. Me imagino que nunca podré volver a vivir aquí.
Me voy al cine con bleuge y mientras cenamos observamos la degradación de la raza, con esas mujeres amorfas y con cuerpos como la diosa de Tara, con esos michelines que compiten entre ellos por sobresalir de sus rotondas figuras. Debe ser el gofio. No veo otra explicación. Las tías han perdido el pundonor y las formas. Son masas de carne que te hacen añorar aquellas mujeres de antes. Ahora o son bulímicas o enconchinadas. Casi no hay término medio. Lo otro que noto es el volumen de voz. Frente al silencio en el que vivo, aquí la gente habla a gritos y sin vocalizar. Mi español ya no es lo que era y el hecho de hablar sólo con intelectuales y nobles cristianos me ha limitado mucho. Si a eso sumamos que no veo ninguna televisión de nuestro país me siento como un minusválido oral. Emplean palabras que no conozco y como se comen tantas vocales y sílabas, no los entiendo.
En el centro comercial en el que estamos hay un bar venezolano. Las arepas están muy bien, pero a veces da vergüenza ajena. El camarero está reposeído y cuando alguien le da una propina, agarra un artilugio maligno que raspa para generar música y monta una pachanga que me pone de los nervios. Los clientes adoran estos momentos gores y los promueven dándole dádivas continuamente. Las tías, morcillonas y degradadas al máximo, menean sus bolsas grasientas en esos asientos sometidos a presiones extremas y agitan los brazos con grave riesgo para los viandantes, mientras sus novios babean por toda esa masa corpórea que poseerán por la noche. Esta vez estaba lleno y yo me negué a esperar. Por eso elegimos otro local especializado en bocadillos de pata de cerdo con queso tierno.
Al lado de nosotros hay una familia que intuyo es de gitanos, o al menos han adoptado su aspecto. Procuran hablar con un volumen suficiente para que toda la gente que se encuentra en el bar y en los alrededores pueda seguir su conversación. Están despellejando viva a una, que por lo que dicen, es más que puta. Mientras ellos la llaman de todo menos bonita, el chiquillo se entretiene jugando con un juguete de MasDonals. El niño está en su mundo imaginario, viviendo grandes aventuras. Despistado como va, se aleja del campo de visión de la madre. Cuando esta lo nota, le pega un grito de escándalo que casi me rompe los tímpanos. El chiquillo llega al trote, indiferente a la vulgaridad de su madre.
Después de la pitanza, compramos la entrada y corremos para la sala. De la película ya hablaré más adelante.