Una estrella errante cruzaba el cielo y eran muchos los que la miraban. Les asombraba su perfecto arco, su brillo y la belleza y elegancia de algo tan sencillo. No comprendían nada de física y no sabían por qué se producía el fenómeno y ni siquiera les preocupaba. Tampoco se dejaban llevar por la brujería y el esoterismo. Aún faltaban miles de años para que llegaran a ese nivel. Ahora se limitaban a sobrevivir, a pasar el día sin mirar más allá de la próxima comida, de la próxima noche y su instinto de supervivencia los dominaba.
Sin embargo no eran bestias, no eran animales inconscientes. Con esfuerzo lograron desarrollar un tosco idioma que les permitía transmitirse las cosas más básicas, tenían montadas guardias en su perímetro para recibir avisos con tiempo y planear una defensa y bien mirado no les iba mal. Dentro de un tiempo y a golpe de casualidad llegarían nuevos adelantos, seguirían avanzando y sofisticándose hasta que pasadas unas decenas de miles de años saltaran a la galaxia. Nada de eso les preocupaba ahora. Sólo aquella estrella que iluminaba la noche y cuyo brillo era tan fuerte.
Por la mañana la estrella seguía allí, un poco más grande y ni siquiera la luz del día conseguía ocultarla. Buscaron comida, se agruparon junto al agua y de cuando en cuando miraban sobre su hombro y la veían en el cielo, un punto que iba creciendo. Esa noche estaban intranquilos, como el resto de animales. Aquello no era normal. Algún instinto para el que aún no habían creado palabras los instaba a marcharse, a emigrar hacia otros lares. Se miraban entre ellos y miraban a sus niños que dormían abrazados unos a otros para darse calor pero no terminaban de decidirse porque aquel era un buen lugar, con abundante comida, bien protegido y en donde su vida había mejorado considerablemente. Ya lo habían defendido en dos ocasiones de ataques de otros clanes, grupos que como ellos reconocían la ventaja estratégica que tenían por el sitio. En ambas ocasiones hubo algunos muertos pero ganaron. Capturaron algunos bebés que unieron a los suyos. El número es algo muy importante y cuantos más son, más difícil será el vencerlos.
En aquel sitio en un futuro lejano se alzaría una gran ciudad, próspera y llena de mercaderes que venderían rarezas y tesoros traídos de tierras extrañas pero para eso aún debía pasar algo de tiempo. Por ahora no eran más que una banda de animales con algo de inteligencia que miraban abobados hacia el cielo sin entender el por qué aquella luz se estaba cayendo y continuaba creciendo e incrementando su brillo.
Alguno pensó en esconderse para que no le diera la luz, en enterrarse durante unos días hasta que todo pasara. Era su instinto el que le pedía que actuara de esa forma, que se escondiera o huyera. No hicieron caso, siguieron con sus vidas tranquilas ajenos a su sino.
Ya no había noche. La luz del día se prolongaba con la luz que irradiaba de aquella estrella por la noche y sin ser tan fuerte sí que les permitía ver a su alrededor. Muchos animales se habían marchado en una huida sin precedentes en la que enemigos mortales corrían hombro con hombro.
Al final todo sucedió de golpe. La luz creció en intensidad, comenzó a incrementarse la temperatura y aunque se metieron en el agua no fue suficiente porque esta se calentó y terminó por quemarlos. Así fue como murieron, sin comprender lo que les estaba sucediendo, sin entender que su planeta estaba siendo arrasado por una enorme bola de fuego a la que no podría sobrevivir nada y que se llevaría el planeta que se había topado en su camino hacia la colisión con el sol.
Fue uno de los muchos mundos en los que a lo largo de la historia del universo se pudo haber originado una civilización inteligente pero que por causas naturales nunca lo consiguió.