Ayer volví a un templo. Me sentía sucio después de la debacle provocada el domingo por los falsos sacerdotes y sus obcecados feligreses. Sabía que más pronto que tarde tenía que volver a sumergirme en la sacrosanta atmósfera y entregarme al culto.
Elegí a uno de los grandes. Después de lo visto no podía ser de otra forma. Uno no asiste a una caza de brujas semejante y luego entra en un templo a ver una obra menor. No, así no funcionan las cosas. Así que tras mirar las posibilidades me decanté por Cold Mountain.
Necesitaba ver cine del bueno, y nadie mejor que Anthony Minguella. No sé que tiene este hombre para los dramas, pero su don es bendito. Uno se sienta y durante las siguientes dos horas y media se ve rodeado por una atmósfera irreal en la que el dolor, el sufrimiento, la alegría, la felicidad y la desgracia corren de un lado a otro. Su elección de Jude Law es perfecta. Hay muy pocos actores hoy en día capaces de expresar un rango tan grande de sentimientos con sólo una mirada. Renée Zellweger. Que pedazo de actriz, que mujer, que hembra, que todo. Ella sola es capaz de iluminar la sala. Huelga decir que bordó su papel.
Salí del cine tan contento, tan relajado. Ya he dejado de creer en los Oscars, ya no pienso que aporten nada significativo y los veo como una operación mercantil patrocinada por Coca-Cola, Nike o cualquier otra gran cadena. He decidido dejar de usar intermediarios para tratar con Dios. Iré al templo a ver lo que quiera, cuando quiera y no lo que me digan que debo ver.