De camino al trabajo


Continuando con la narración pausada de mi vida en naranja, sigo escribiendo con tinta de odio y rencor las experiencias médicas que me acontecen. Los que se leyeron Médico de familia llegaron a intuir, tras unos ímprobos esfuerzos cerebrales, que algo me sucedía y requería de visita a esa persona que cura por medios naturales. Ya adelanté que no era nuevo en estas lides en mi primer fisioterapeuta y en esa misma anotación expliqué las razones por las que tenía que encontrar uno más cercano a mi trabajo, razones que se pueden resumir en mi negativa a prescindir de mi barrigota de magdalenas, a la que dedico excelsos cuidados y sin la que no podría vivir.

El método más universal para triunfar en estas lides es preguntar a los conocidos. Todo el mundo ha sido paciente de un fisioterapeuta, pero todos los que me recomendaron estaban lejos del trabajo. Finalmente, acudiendo a las fuentes más oscuras y tenebrosas, también conocidas como mi amigo el turco, descubrí uno cerca del centro de la ciudad, a medio camino del trabajo que me venía perfecto. Conseguí el teléfono, pero tienen una ventana de petición de citas telefónicas de cuarenta y cinco minutos diarios y por motivos que no alcanzo a comprender, su teléfono solo comunica durante ese tiempo. El turco fue paciente en los tiempos en los que hizo rehabilitación tras operarse del hombro, operación que casi le cuesta la vida gracias a la eficiencia y virtuosismo del anestesista, que la cagó hasta el fondo con la dosis, utilizando la jerigonza que hablan los profesionales de la sanidad. El turco abrió los ojos y se encontró a dos enfermeras hablando entre ellas y comentando que era un milagro que no se hubiera convertido en un vegetal. Estos pequeños detalles son los que afianzan cada vez más mi confianza en el sistema sanitario español, porque el nórdico está diseñado para acabar con el paciente rápida y expeditivamente.

Ya me estoy desviando, así que volvamos al tema. En mi paseíllo triunfal hacia la oficina a lomos de la Macarena, decidí hacer una parada técnica en dicho local y pedir cita, sobre todo teniendo en cuenta que el dolor es latente y la templanza y resistencia al mismo, muy escasa. Era un lunes no muy lejano, en una galaxia conocida como la vía láctea, en el tercer planeta del sistema solar y en un lugar situado a cuatro metros sobre el nivel del mar en un país en el que casi todo está bajo dicho nivel. Tras unos minutos de pedaleo sincronizado con la música de ese pequeño amigo que es mi iPod, llegué a mi nuevo fisioterapeuta. El otomano me había dicho que hay varios titulados, entre los que destaca una dama, de alta cuna y de baja cama, señora de su señor. Mis esperanzas estaban centradas en ella, aunque para evitar las intromisiones propias de la ley de Murphy, rechacé el pensamiento por obsceno. Llegué un poco antes de las nueve y media y me encontré la fauna típica de estos antros. Unas chochas sudorosas y francamente follables que venían con certificado de autenticidad y con una carta firmada por el Nuncio apostólico dando fe de sus edades, siempre superiores a los setenta y cinco años. Es lo que tienen esos sitios, que están llenos con el chiquillerio senil de la ciudad, lo cual contribuye a enriquecer ese halo de misterio que envuelve a los fisioterapeutas. Todas interrumpieron sus tartamudeos, sus parkinsons y demás achaques y se quedaron mirando hacia mí. El lado tímido que tan bien escondo se me escapó y tuve que sonreír bobaliconamente para inspirar pena, sin saber que decir. Me rodearon con sus chandals Ni-qui-to Ni-pon-go, sus toballas de seis a tres euros, sus dentaduras artesanales y me zarandearon hasta que consiguieron extraerme la información que tan bien escondía.

Se formó un comité de crisis que estableció las negociaciones con la señora de la recepción. A todas estas, yo estaba arrinconado, totalmente bajo el control y la supervisión de las lobas milenarias. Cada bocanada de aire me recordaba lo pasado que estaba el pescado que tenían en el mostrador, aunque bien mirado, algunas iban enjoyadas y eso a una hembra pleistocénica le añade puntos extras, que siempre he querido ser el viudo de una señora rica.

Volvieron y me informaron que el fisioterapeuta me recibiría ese mismo día sin cita previa. Me quedó claro que no hay nada como tener contactos para que se abran las puertas. Me volví a sentir como en España, el país de los milagros, que me río yo de Ali Babá. En mi país hay cientos de miles de ladrones y muchos de ellos a donde llegan, se les abren todas las puertas sin tener que mentar un ábrete sésamo de esos.

Por culpa vuestra ya me estoy desviando nuevamente. Me quedé practicando mis menguantes conocimientos del neerlandés, tratando de respirar por la boca para contener las arcadas y tras lo que pareció una eternidad, una mano nudosa me arrancó de mis captoras. Era una mujer. Pensé que sería una asistente, pero no, resultó ser la fisioterapeuta, una hembra de verdad.

Y lo dejamos aquí, que me ha salido mucho más largo de lo que pretendía y este es un punto estratégico para acabar esta primera entrega. Mañana continuaré con el capítulo: Mi nuevo fisioterapeuta.


2 respuestas a “De camino al trabajo”

  1. oye gracias, por el consejo, seguiré la via del bloglines, me parece más fácil. Después de pasar mi crisis, seguiré, seguiré allí.
    Bueno chico, estaré al tanto, por lo visto en tierras holandesas,no?, mucho he regocijado yo por ahí.
    Gracias de nuevo y hasta la vista