Deconstruyendo el cuento de la princesa I


?rase una vez un reino muy cercano, tan cercano que todos sus ciudadanos se conocían. En dicho reino había un rey muy vulgar muy vulgar, que veía pasar su tiempo tocándose los gruños y estrechando manos sin habérselas lavado previamente. Dicho soberano, llegó a conocer a su parienta cuando aún era príncipe, tras arduas búsquedas y no antes de haber pasado por todo tipo de peligros. Cayó en las garras de una intelectual venida a menos que trabajaba en la redacción de un canal de noticias chupando pollas a destajo. De esta forma, la tipa, prosperó y prosperó y prosperó y llegó a presentar su propio programa, en el que tuvo la oportunidad de conocer a su joven príncipe. Fue verlo y despatarrarse allí mismo. No le quitó la pierna de encima hasta que lo tuvo atado y bien atado. Los compañeros de redacción de dicha depredadora respiraron aliviados cuando les comunicó su ascenso profesional. Por fin podrían acumular semen en sus gónadas por más de quince horas consecutivas. Los pobres estaban consumidos por el ansia sin fin de aquella arpía.

Tras unas fastuosas bodas, la princesa consorte se las apañó para dar la extrema unción a sus suegros y llegar al trono. Una vez se convirtió en reina, sintió la perentoria necesidad de perpetuarse y decidió que era justo y necesario el tener vástagos, cumplir con su soberano deber para con la patria y asegurar la línea sucesoria. El rey, que no pintaba nada y que tenía menos luces que un agujero negro, delegó en ella las gestiones. Después de que hubieron pasado un par de meses, los súbditos comenzaron a murmurar ante el lamentable estado de su alteza real. El pobre amanecía demacrado y macilento y mostraba claras muestras de misoginia. Cada vez que veía una mujer comenzaba a gritar como un loco y un sudor malsano perlaba su frente ya despoblada por la alopecia y el esfuerzo de no hacer nada durante tantos años.

Una tarde, mientras se escondía en el cuarto bajo las escaleras del palacio escuchó una algarabía y temió por su vida. Apagó la luz y no se movió, permaneciendo allí durante más de seis horas. Cuando se decidió a salir, se encontró conque todo el mundo lo felicitaba y sonreía con complicidad. La perra de su esposa, la reina, estaba preñada y en unos meses dotaría al pueblo soberano de un heredero al que idolatrar. La reina no cabía en sí de gozo, o bueno, sí cabía pero estaba contenta por lo bien que se estaban desarrollando sus planes. Pensó en acabar con su marido y compartir el reino con la sangre de su sangre, pero tras evaluar los riesgos optó por una estrategia menos agresiva y mantener al rey como plan de seguridad, por si era necesario el reponer heredero.

Tras unos meses, dio a luz una hija a la que pusieron de nombre Samanta. Ya de pequeña era fea de vicio y no mejoró. Dicen que los niños llegan con un pan debajo del brazo, pero esta llegó con una capucha para taparle el careto. Su madre, decepcionada por ver como sus espléndidos genes no pudieron hacer nada para contrarrestar la decadencia y corrupción de una línea genética sometida al matrimonio entre primos durante generaciones, pensó en eliminarla y buscar un substituto usando esta vez la materia prima donada generosamente por su asistente, pero finalmente le pudo el amor de madre y se resignó a su suerte. El rey, padre de dicho feto amorfo, se encontraba satisfecho por verse reflejado en ella y comprobar la frescura y lozanía de los rasgos faciales de su hija, muy similares a los suyos.

Samanta creció como todas las princesas, entre caprichos y sin dar un puto palo al agua, parasitando a los ciudadanos al consumir recursos y no aportar nada a la sociedad. Samanta era caprichosa y pendenciera, como su madre, pero también una tonta del culo y gilipollas, como el papuchi. Cuando alcanzó la mayoría de edad apenas sabía escribir o leer, aunque en lo de comer golosinas y soltar tacos tenía un dominio magistral. La prensa de su país, rastrera y vendida a sus reyes, nunca dijo que hubiera sido preferible el tener de heredera a la niña del exorcista. Nadie se atrevió jamás a porfiar las bondades de una república para erradicar semejante lacra social, esa carroña que culminaba la pirámide del poder de forma tan infame.

Llegó el día en que la niña, esa pécora sucia y rastrera decidió que ya era hora de trabajar y dejarse ver. Su papi, el rey, la colocó en una consultora independientemente dependiente de los contratos gubernamentales, una gente que se jactaban en recordar su buen hacer y su sólida independencia del poder dominante mientras por detrás untaban a los diferentes miembros del gobierno para conseguir proyectos que ayudaran a pagar sus hipotecas y los turbios vicios de las putas de lujo con las que se casaban sus consultores. La niña no duró mucho en la empresa. Además de no saber escribir, era incapaz de tolerar la presencia de otras hembras a su alrededor. Las atacaba con saña porque la envidia la corroía. En este caso era aún peor porque todas y cada una de las mujeres que recibían un salario de dicha compañía habían sido elegidas mayormente por su chasis. Eran unas chorbas de morirse, estando certificadas con la conocida y acreditada marca de calidad que proporcionaba el tener nivel de chochas del martes. Todas menos ella. La hacían parecer una gorrina en medio de un campo de amapolas. No soportaba la oficina y decidió dejarlo.

Hubo un terremoto en el país cuando se supo la noticia. Las rotativas de los periódicos no echaban humo porque nadie quería ofender al hombre que ostentaba la cabeza del estado, pero en los corrillos del café no se hablaba de otra cosa. Samanta, esa cosa que tenían que era la heredera y que debía ser tratada con rango de Alteza Real, estaba en el mercado buscando un nuevo trabajo. Las organizaciones de ciegos, incapaces de contemplar a su futura soberana en toda su gloria, intentaron contratarla para promocionar sus cupones, pero no funcionó. Después fue el gremio de pescaderos el que quiso que los representara, aunque sin mucho éxito. Hubo otras compañías que lo intentaron pero fracasaron. O la niña no quería, o tras tenerla unos meses en nómina la quiebra se convertía en una certeza inminente.

Samanta, que además de princesa, fea, sucia y rastrera, era una tragona incorregible que se atracaba siempre que podía, andaba desvalijando un restaurante de comida rápida una tarde cuando se le ocurrió una gran idea: trabajaría de empleada en uno de esos centros. De esta forma podría encochinarse todo lo que quisiera y además estaría en contacto con la plebe. Dicho y hecho. El rey la colocó en una hamburguesería cercana a palacio. Al fin la niña podría demostrar de lo que era capaz y deslumbrar al mundo.

Aquí acaba esta primera entrega. El cuento continúa en Deconstruyendo el cuento de la princesa II


2 respuestas a “Deconstruyendo el cuento de la princesa I”

  1. Si Samanta sigue demostrando ese comportamiento caprichoso y se niega a ser eclipsada quizás podría meterse a actríz, ya que en la fastuosa telecomedia Ana y los 7 creo que se les muere la protagonista en breve(me imagino que las noticias patrias de este calibre no tardan en volar a Hilversun).

    Eso si que es deconstruir a Blancanieves. 🙂

  2. Algo he leído Til, pero como yo soy fans de Aida y Aquí no hay quien viva nunca me he preocupado. A la protagonista esa que tu mencionas, no la veo siquiera digna de recibir la lefa de mis tres peores amigos en una noche de borrachera.