Deconstruyendo el cuento de la princesa III


En los capítulos anteriores descubrimos como llegó al mundo esa perra y sucia que es Samanta y como convirtió al sapo en un príncipe de cuento. Aunque no es imprescindible para el lector ocasional el leer dichos capítulos, si es aconsejable y posiblemente ayudará a entender mejor el concepto que estamos tratando en esta historia, que no es otro que el desequilibrio entre el bien y el mal.

Estábamos con Samanta meneando la pelvis cadenciosamente ante las expectativas fornicadoras y con una mancha de flujo vaginal formándose en el suelo junto a ella. El príncipe la mira horrorizado sin saber que decir. Ella fue la que dio el primer paso:

– ¡Hazme tuya! ¡Tómame toa, toa, toa! — le pidió casi a gritos. Su cadera oscilaba rítmicamente, ayudando a esparcer su quinta esencia.
– Pero tú estás loca, ¡tía! Deja de mirarme así que me das miedo
– Tómame, tómame, hazme el amor — le decía mientras seguía meneando la pelvis y dejándolo todo perdido.
– Apártate guarra y mírate, si pareces un caracol con ese rastro de babas que estás dejando en el suelo. Pero tú te das cuenta de lo que has hecho, hijaputa. Me has jodido mi vida. Mírame en lo que me has convertido….. — el tono del príncipe no era precisamente de felicidad absoluta.
– En un príncipe, en eso te he convertido, en el príncipe de mis sueños. El hombre que siempre he querido tener y al que amaré toda mi vida. El que será el padre de todos mis hijos y que compartirá conmigo los sagrados y duros deberes que conlleva el ser la heredera del reino.
– Pero tú que dices, subnormal, tú te has fijado bien. Mira mi reflejo en el agua. Me has convertido en un pasmarote. Tú príncipe, tú príncipe. Y una polla en vinagre tu príncipe. Hay que ver que poca imaginación tienes, ¿no me podías haber soñado con ropa de Sara o de Mazzimo Tutti? Me has vestido de Acrata Ruín de la Pasma. Mira que mierda de colores y que poco conjuntado voy. Pero tía, como se te ocurre ponerme estos leotardos azules y esta minifalda roja. Si tengo los huevos super-trincados. Me voy a desmayar como no consiga sacar el paquetillo de ahí y dejar que se me dilate …
– Eso, eso, dilatación. Sácatela que me la como aquí mismo …. — le dijo ella mientras trató de levantarle la falda para facilitarle la tarea.
– Estás enferma. Que me dejes en paz, gilipollas. Vete a tomar por culo. Devuélveme a mi estado anterior. ¿Quien te ha pedido nada? ¿Te dije yo acaso que quería ser un príncipe de cuento? — el príncipe de cuento comenzó a retroceder, aunque lo tenía muy difícil puesto que a su espalda estaba el lago y su capacidad de maniobra era muy limitada.
– No, pero … — comenzó a decir ella.
– Ni peros ni hostias. Yo estaba ahí, junto a mi charca, tan feliz, disfrutando de mi vida y vienes tú y me la jodes. Y ahora a ver que hago yo, sin estudios, sin cultura popular, vestido con unos leotardos y minifalda y sin un puto duro en los bolsillos, que digo, si ni siquiera tengo bolsillos.
– Mi amor, yo me encargaré de ti. Serás mi hombre. Verás que todo será perfecto …
– Aparta, bicho. Mira tu reflejo en el agua. Si eres más fea que las gárgolas de la catedral. Y a ver si te suenas esos mocos verdes que te asoman por esa napia, que das asco. — la cara de repulsión del príncipe era un poema.
– Yo solo quiero hacerte feliz, quiero que formes parte de mi vida y que juntos veamos pasar los años y podríamos empezar follando aquí y ahora para conocernos a fondo … — le dijo la princesa, que ya estaba a punto de hervir de las calenturas que tenía.
– Pero tía, si yo soy mariquita. No me costó trabajo ni nada echar a todas las putas ranas del charco para que los otros sapos no tengan alternativa y ahora vienes tú y me jodes el chiringuito. Me he pasado las dos últimas semanas repartiendo latigazos con mi lengua a todas esas guarras y ahora que por fin estaba en posición, en el mejor lugar de la charca, sin competencia, vienes tú y me jodes bien jodido. Mal rayo te parta hija de la gran …
– No me digas esas cosas que soy muy sensible …. — le dijo la princesa al borde las lágrimas mientras sus espasmos de cintura comenzaban a perder intensidad, una vez comenzaba a asimilar la idea de que no iba a poder follarse el yogurín con leotardos.
– Te digo. Te digo eso y más. Zopenca, arretranco, mala pécora. Déjame en paz de una vez que ya te has cargado mi vida. — el cabreo del príncipe era monumental.
Sabes lo que te digo, sabes lo que te digo, que me voy a follar con ese guardaespaldas tuyo, que ese tiene una pinta de maricón que no puede con ella y así descargo los nervios que tengo dentro — le dijo el príncipe.
– Pero no me puedes hacer eso a mí. Yo soy tu princesa. Tú eres mi príncipe. Yo te he elegido a ti. — le dijo llorando de rabia
– Anda y que te den, guarra, más que guarra, bicho.

Y dicho esto, agarró del brazo al guardaespaldas, que no había dicho ni esta boca es mía y se marcharon juntos a buscar algún lugar en donde desfogarse, dejando a la malvada Samanta caliente y sin macho. Ella se quedó allí, sola, sin protección y llorando, viendo como el final feliz en el que come perdices se le escapaba de las manos.

Fin