El sol de la vida


La playa es como un tranquilizante. Me relaja. Y mira que he ido veces, posiblemente tantas o más que cualquiera que lea esta bitácora. Crecí tirado en la playa y salvo por un año en el que perdí el color, me llené de granos y me volví algo místico, siempre he estado sobre la arena tanto tiempo como puedo. Es lo único que realmente añoro en Holanda de mi tierra Canaria. El Sol de todos los meses del año, el ruido del mar golpeando contra la orilla y el olor del mar. El Sol de invierno es suave y juguetón, el de primavera es joven y alocado, aún no lo suficientemente fuerte como para expulsarte de la playa a la hora de comer e incapaz de aguantar hasta muy tarde pero mostrando señales de su poder. El Sol de verano es el rey, es una máquina de matar, potente, cálido y constante. A las horas del mediodía se vuelve imposible convirtiendo la arena en un infierno del que es difícil escapar. A este Sol lo acompañan los alisios, unos vientos que antaño se aprovechaban para viajar a América y hoy nos golpean con saña usando los granos de arena como pequeños proyectiles. El Sol de otoño es un Sol cansado, que ha perdido su rabia y ya no está acompañado por el viento, es un Sol de paz, de reconciliación, con rojos atardeceres y que aparece rodeado de colores mágicos por la mañana. Estos son los cuatro Soles que visito cinco veces al año. Nos reencontramos como viejos amigos. En la playa. Salvo en verano, lo habitual es que al llegar a la playa haya muy poca gente o directamente esté vacía. Tienes para ti una inmensa extensión de arena y puedes escuchar los sonidos del mar sin problemas. En ocasiones viene gente pero no en las cantidades y con las actitudes de los veraneantes, esas hordas maleducadas que no dudarán en pisotearte si te pones en su camino. El Sol del verano es el único que les gusta y es una suerte ya que nos quedan los otros tres Soles para los que realmente lo adoramos.

No entiendo como se puede vivir en las Canarias y no ir a la playa todos los fines de semana. Yo lo hacía. En verano doce horas, en otoño y primavera ocho horas y en invierno cinco horas, pero siempre en la playa. Preferentemente Solo, en ocasiones acompañado, aunque la verdadera experiencia es aquella en la que Solo estás Tú y el Sol. Es una comunicación religiosa con el objeto que nos dio la vida. Haz de mover tu toballa y rotar para seguir su marcha, que raramente es lineal. Sabes que entre ambos hay un vínculo muy fuerte, casi de familia. Al acabar el día, cuando el Sol se pierde por el mar para buscar otras personas con las que entablar una conversación, lo observas definir su forma y en esos instantes finales te permite mirarlo cara a cara, ver su hermoso aspecto y su cambiante forma.

Los Soles holandeses son distintos. El de invierno casi no existe. Pasa de puntillas por aquella tierra y es tan débil que apenas puede dar algo de luz. El de primavera lucha contra la obscuridad y la vence, gana cuatro minutos por día en su batalla y comienza a calentar aunque caprichosamente, unos días sí y otros no. Puede regalarnos una semana asombrosamente deliciosa y a la siguiente marcharse hacia otros lares y devolvernos al gélido invierno. El Sol de verano es el triunfo de la luz, es luz y más luz, con o sin calor, pero siempre omnipresente. Su luz llega a las cuatro de la mañana y se marcha a las once y media de la noche. No siempre calienta lo suficiente pero no le importa, lo que le gusta es el recordarnos que aunque en invierno pierde la batalla, en verano humilla y derrota a las sombras. Es un Sol fuerte que anula el azul del cielo y lo vuelve blanquecino y bajo su embrujo los giraSoles crecen inmensos para mirarlo mejor, cara a cara. A este Sol le sigue otro otoñal, un Sol que se aburre y pierde el interés por nosotros y se deja quitar cuatro minutos de luz al día. Es un Sol que aunque prefiere no calentar aún es capaz de regalarnos algún día memorable, de esos en los que tenemos que correr al supermercado, comprar la carne y organizar la barbacoa para pasar todo el día en la calle. Es también un Sol que cuando se va por el horizonte se nota su ausencia porque la temperatura cae diez grados en función de minutos. El Sol del otoño es el Sol de los colores, el Sol que las plantas despiden regalándole sus colores más hermosos, abandonando el monótono verde y substituyéndolo por tonos caquis, ocres y dejando que sus hojas caigan y corran en libertad por calles, canales y campos.

El Sol lo es todo. Estos días en que pasamos tanto tiempo juntos lo siento sobre mi piel, me estudia, me acaricia y vuelve a pintar mi piel con los colores que a el le gusta. El Sol me da la energía que me llevará a lo largo de todo el otoño sin flaquear. Esta no es la primera ni será la última vez que me pregunte: ¿Es Dios el Sol?


5 respuestas a “El sol de la vida”

  1. En muchas civilizaciones antiguas el sol era considerado una deidad, y en algunas, como la Inca, el principal. Por algo será 🙂

  2. En Venezuela tenemos tanto sol todo el año y no hay invierno, que no lo valoras tanto como debes. Desde que vivo en Holanda valoro la luz y el sol como nunca me imaginé que lo haría.

    Besos.

  3. Es indiscutible que el sol es vida.
    Hace poco leía que el «agosto» de los psicólogos es en otoño cuando los días se hacen más cortos y la luz del sol ya no aparece con tanta frecuencia como en verano. Muchas personas entristecen y se deprimen. Yo particularmente me desanimo cuando llega un sábado y amanece oscuro de tanta nube. Imagino cómo tiene que ser levantarse así un día y otro día y otro día. Esta es la gran suerte que tenemos en lugares de sol casi a diario. La luz es vida.
    Saludos

  4. Obscuridad = oscuridad, como se puede ver en el RAE. Siempre me ha gustado más con la «b» igual que prefiero toballa a toalla.