Aunque quizás no te pares a pensarlo todos tenemos una visión de nuestro Yo. Desde los primeros estadios de la consciencia sabemos que existimos y que por tanto somos. En nuestra infancia esa percepción propia vagará con libertad por este ancho mundo. En algún momento de nuestra educación comenzaremos a recibir mensajes subliminales sobre ella, quizás en la infame asignatura de religión o en la aún más infame de filosofía. Mis recuerdos de la primera son de soberano aburrimiento ante la enormidad de la estupidez humana y los recuerdos de la segunda están manchados por la necedad e incompetencia del profesor que se supone que debía guiarme por esas tierras. Puede que al final se lo tenga que agradecer porque gracias a su ineptitud e incapacidad para despertar mi interés por la filosofía, mis reflexiones gozan de la libertad de pensamiento que da no seguir ninguna corriente conscientemente.
Yo me veo a mí mismo como el tronco de la foto aunque más delgado. Cuando adquirí la consciencia era un pequeño retoño que asomaba al mundo y con los años he ido creciendo y volviéndome más fuerte. En la madurez de mi eterna adolescencia me puedo permitir el revisar el camino que me ha traído hasta aquí y aprender de mis errores y seguir creciendo para tocar el cielo. Todas aquellas personas que forman parte de mi mundo de alguna manera seguro que se ven de la misma forma y no se imaginan que yo los veo como enredaderas que trepan por el tronco, acomodándose, adornando mi existencia y volviéndola más interesante.
Algunas de esas enredaderas no serán capaces de agarrarse al tronco y caerán o saltarán hacia otro árbol mientras que las más persistentes y fuertes se siguen enlazando con el tronco hasta parecer que formamos uno. Eso es lo que vemos como la amistad o el amor, una relación fuerte y duradera entre dos seres vivos que transciende las barreras que todos ponemos y nos lleva de la mano hacia ese cielo que todos buscamos, hacia esa luz que ilumina nuestras vidas.
Supongo que gran parte de la fuerza para seguir adelante, para ver y sentir como vamos haciéndonos más viejos viene de esas enredaderas que lo adornan, de toda esa gente a la que permites que se acomoden en el tronco de tu vida y que hacen que cuando te miras a un espejo lo veas tan precioso, tan lleno de vida.
Yo procuro recordar los momentos buenos que llegan con la brisa mañanera, las puestas de sol fantásticas en las que una nube remolona juguetea con el sol, la alegría de las enredaderas trepando por el tronco, fuerte y altivo o esas interminables tardes de verano en las que regalo la buscada sombra a aquellos que forman parte de mi vida o el abrigo y resguardo que les das cuando lo necesitan. Con la misma facilidad olvido las tormentas que agitan las ramas e intentan doblegarme, los huracanes que buscan dañarte y lanzan contra ti y contra tus compañeros de viaje todo tipo de objetos y esos días en los que todo se tuerce y a la lluvia le sucede el granizo y las heladas que tratan por todos los medios de romper ese equilibrio tan hermoso.
La vida al fin y al cabo no es más que el camino que hacemos desde una pequeña semilla hasta un enorme tronco, una enorme obra de arte a la que aquellos que te quieren saben ver su lado más hermoso.
La foto la hice en Lage Vuursche, paseando una tarde de sábado por el bosque. Esta es la tercera de una serie de reflexiones que comenzó en El camino y continúa en El árbol de la vida
3 respuestas a “La fuerza del camino”
yo no soy tan dura, no acertaría con algo como un tronco, quizá algo más como el mar, que tambien es duro, ojo…
Que bonito Sulaco y saber que a pesar que te empeñas en lo contrario, eres muy dulce. Besitos
Me ha gustado mucho este símil. La vida, la amistad es dar y recibir, en eso consiste. No sería la misma sin buena gente alrededor, aunque muchas experiencias las disfrutemos en soledad.