Mi percepción de la vida y del camino que he recorrido hasta este momento siempre ha sido la de un sendero retorcido y lleno de encrucijadas. No puedo ni quiero saber lo que me depara el futuro porque eso le quitaría toda la gracia pero sí que me gusta tener presente los errores que he cometido hasta este momento para asegurarme de no volver a repetirlos. En algún instante de mis primeros seis años de vida tuve conciencia de mi Yo, comprendí que era un ser vivo y a partir de ahí un cóctel de circunstancias me hizo desarrollar un ego gigantesco. Crecí con la absoluta convicción de tener el mundo girando alrededor mío, sabedor que nada existía en aquellos lugares en los que yo no estaba y que todas y cada una de las personas, lugares y circunstancias que formaban los capítulos de mi vida estaban ahí únicamente para que yo las pudiera disfrutar.
En la adolescencia dejó de preocuparme si yo era el centro del mundo y en su lugar me angustiaban infinidad de pequeños asuntos. Los estudios, los amigos, la política mundial, la música, el cine, la vida como tal, todo parecía carecer de sentido y daba bandazos mientras la cara se me llenaba de granos y me crecía pelo por todo el cuerpo. En esos años mejoré y ajusté una capacidad innata para la manipulación. Era un sistema defensivo muy bueno. Ya que el mundo parecía tener vida propia, procuraba ajustar las fronteras que lindaban conmigo y modelarlas a mi antojo y para mi conveniencia. El sistema funcionaba muy bien pero requería demasiado esfuerzo y después de un tiempo decaía mi interés por aquellas personas que podía manipular.
Tropezando y volviendo a levantarme aprendí que aunque manipular estaba bien, aún era más divertido el sorprenderte con los giros inesperados de la vida. En lugar de saber lo que todos y cada uno harían en cada momento me volví un adicto a las sorpresas, dejé de elegir los lugares a los que había que ir o las películas que teníamos que ver y me dejé llevar por la corriente. De ese tiempo, al igual que de los anteriores, tengo buenísimos recuerdos. Era consciente que en mi interior seguía dormitando todo el poder para moldear a la gente y llevarlos hacia donde quería pero voluntariamente renunciaba a esa ventaja para introducir un poco de azar en la ecuación.
Pasaron los años, comencé a trabajar y cuando todo parecía encajar en su sitio y mi futuro estaba escrito en la arena me rebelé contra él y opté por tomar el control y cambiar el rumbo. Cada uno de esos momentos cruciales en los que he abandonado un camino para seguir otro han sido siempre el resultado de muchas horas de reflexión. Miro hacia atrás y procuro evaluar las ventajas e inconvenientes de aquello que tengo, el lugar hacia el que me lleva y si realmente es lo que yo quiero hacer. Pongo sobre la mesa las alternativas y creo diferentes escenarios para ver lo que podría suceder y las consecuencias que tendría. Ya sé que esto me convierte en un bicho extraño pero si hay otras formas de actuación, yo no las he aprendido. En cada uno de esos momentos, tras pensarlo muchísimo me vuelvo a reinventar, encuentro el sendero que quiero seguir y me lanzo hacia él sin ninguna duda.
El más drástico de esos cambios fue el día que vi claro que quería emigrar y dejar un lugar idílico, un trabajo de por vida, un círculo de amigos fantásticos y comenzar desde cero en otro país, en otra sociedad y sin saber lo que podría suceder. Como imaginaba que mis amigos montarían campañas para desanimarme me moví sigilosamente y para cuando se corrió la voz ya era demasiado tarde y tenía un trabajo en otro país y un billete de avión de ida. Salí de mi casa con veinte kilos de equipaje y un espíritu indomable y resuelto a derribar cualquier barrera que me pusieran por delante.
Después de los años transcurridos no solo no me arrepiento sino que celebro cada día el haber elegido ese camino. Por cada puerta que dejé atrás descubrí que habían varias que podía abrir y cada una de ellas me llevaba a un lugar aún más increíble que el que acababa de dejar. En todas y cada una de las facetas de mi vida salí ganando.
Así llegamos hasta hoy en día. Sigo sin saber lo que me depara el futuro y tampoco me interesa averiguarlo. Soy feliz, mi vida es como este tronco, retorcida y llena de caminos sin salida, callejones que no conducían a ningún lado y de los que escapé para seguir avanzando hacia adelante y en cada una de esas intersecciones me las apañé para elegir una buena opción. No saber lo que me queda por descubrir me permite abrir los ojos cada mañana con la misma curiosidad, afrontar el presente con la seguridad que da el estar convencido que pase lo que pase, hasta aquí el viaje ha sido fantástico y seguro que la mejor parte está aún por venir. Pese a todo, no conviene renegar de las decisiones que me han llevado hasta aquí y es bueno mirar hacia atrás de cuando en cuando para recordarlas.
La foto la hice en Lage Vuursche, paseando una tarde de sábado por el bosque. Esta es la segunda de una pequeña serie de reflexiones que comenzó con El camino y continúa en La fuerza del camino