Tener un ego del tamaño de un rascacielos tiene sus más y sus menos. Para algunas cosas está muy bien ya que aunque se te ponga la lengua negra y seca de tanto criticar a los demás no te permite ver la viga en tu propio ojo. Te ves a ti mismo como la culminación de la especie, el súmmum evolutivo y caminas por la vida tan contento y a todo le encuentras el lado positivo o más bien el que te conviene.
Yo soy uno de esos. Si de verdad no tengo un Ángel de la guarda que vela por mi y me abre el camino, entonces mi suerte ha de ser tan grande como mi ego. Pienso en lo que quiero conseguir con mi vida y de alguna forma el sendero se allana, los muros caen, las puertas se abren y casi sin darme cuenta lo logro. No hay tropezones, traspiés, malas jugadas, solo el fluir natural de mi vida hacia un destino al que aún no he llegado y los momentos para el desaliento son más bien pocos y de daños limitados.
Una mañana decidí que quería vivir y trabajar en el extranjero y menos de seis meses más tarde ya tenía contrato firmado con una multinacional americana, una gente que me escogió después de hablar conmigo dos veces por teléfono, sin llegar a verme nunca. Al resto de mis compañeros les hicieron test psicológicos, los llevaron a los Países Bajos para revisarlos de arriba abajo, los entrevistaron por activa y por pasiva y en mi caso fueron dos charlas informales de cuarenta minutos por teléfono. La primera con tres de los gerentes y la directora de operaciones para Europa. La conversación comenzó con un control absoluto por su parte pero tras el primer cuarto de hora la tortilla estaba del revés y Yo era el que les hacía preguntas y quien controlaba completamente la conversación. Creo que ellos se esperaban alguien de inglés mediocre y apocado y tras el saludo inicial y los primeros cruces de información la situación se volvió más bien hacia un escenario en el que ellos trataban de convencerme para que aceptara el puesto. La directora me eligió inmediatamente. Recuerdo que cuando ya estaba trabajando la mujer solía hablar conmigo y a veces íbamos en bicicleta de vuelta a casa. Era una americana a la que habían destinado a Europa un par de años, una mujer pragmática y con el cerebro bien puesto. Mi amiga la Peruana trabajó como su asistente y también quedó prendada con su encanto. La segunda llamada fue con dos de los gerentes y los de Recursos inHumanos. Al principio la cosa parecía bajo control pero después de un rato me los metí en el bolsillo y terminaron saltándose sus procedimientos y me facilitaron en todo lo posible el proceso. Una vez estaba en los Países Bajos alguien recordó que yo no tenía ninguno de esos famosos tests pero a esas alturas me adoraban y el tema terminó olvidado. Seguramente no habría pasado el examen o habría mostrado las enormes carencias de trato social que tengo.
El anterior es solo uno de los miles de ejemplos que podría dar. Cuando aún trabajaba en España, recuerdo que renuncié a mi trabajo indefinido para poder terminar el proyecto y mi jefe no me aceptó la renuncia. Me concedieron una suspensión de empleo y sueldo de tres meses para que lo acabara y todo tipo de facilidades. Nunca más volvieron a hacer ese tipo de excepción con un empleado. Acabé el proyecto, lo presenté tres días antes de tener que volver al trabajo, conseguí un Cum Laude que no sirve para nada pero que siempre queda bien en tu currículo y lo mejor de todo (o lo peor) es que logré que la mitad de la gente que conozco trabajara para ayudarme a acabar el proyecto. Fue algo muy natural, a todos les parecía normal hacer pequeñas tareas que una vez unidas por un servidor resultaron ser un trabajo yo diría que más bien mediocre pero que el tribunal se tragó con ojos arrobados y después de escucharme me dieron la nota máxima.
Una introducción larguísima para comentar mi problema con el carisma. Lo noto hasta con los desconocidos. Cuando paseo por las calles y voy despistado escuchando mis audiobooks o algún podcast siento las miradas de la gente sobre mí. Me miran sin motivo ni razón aparente. Escuchan lo que digo con gran atención, en el tren, en el cine, en cualquier lado quieren oír lo que sea que tengo que decir y si no hablo pues a mirarme. Me pasa en la playa, en donde parece que el sol sale de dentro de mí y puedo sentir a toda esa gente que está a mi alrededor con la vista fija en un servidor durante minutos. Yo no le doy mucha importancia, es más, casi ni me entero cuando esto sucede. A veces avanzo por un centro comercial y noto las miradas de un montón de individuos golpeando en mi espalda, veo a las madres paseando a sus hijos en sus cochitos y los chiquillos con ojos como huevos fritos mirándome, o en el trabajo con la atención que prestan a lo que digo o la forma en la que una cagada de un compañero es un error garrafal y una mía es solo un paso más en mi aprendizaje. En Navidades estoy entre la multitud en un centro comercial y pese a la masa y lo duro que es moverse con tanta gente, los pillo mirando furtivamente, buscando el contacto con mis ojos sin saber por qué, girando la cabeza cuando paso y tratando de ver hacia donde me dirijo. En los bares es lo mismo. Muchas veces pregunto a mis amigos por si es alguien conocido del instituto o el colegio ya que tiendo a olvidar a la gente con facilidad pero de esos casos solo tenemos uno entre veinte. El resto no me conocen de nada pero aún así es como si les recordara a alguien o los enganchara y capturo sus miradas en mi trayectoria.
Siempre he sentido curiosidad por saber qué se siente al carecer de carisma, al pasar desapercibido en todos lados, cuando nadie te nota ni te echa una mano. Cruzar una plaza sin saberte el centro de la misma o caminar por un bar atestado sin que te topes una y otra vez con los ojos fijos en ti. Imagino que las cosas serán más difíciles pero también debe tener su encanto. Es algo que a mí me está vedado pero no me quejo … que cada palo debe aguantar su vela, como dice el refrán.