Los fines de semana la playa se llena de gente y se ve de todo. La semana pasada he estado rodeado por unas cincuenta personas mientras descansaba en la playa y este fin de semana había más de mil personas en el mismo lugar. Lo primero que notas es la reducción de tu espacio vital. Sin llegar a los niveles de agobio de la playa de las Canteras, lugar en el que en ocasiones te ves con las uñas negras del que está por detrás tuya sobre tus hombros, se ha notado la ausencia de grandes huecos en la playa. Con la gente llegaron los chichones a porrillo y las familias esas que mueven quinientos kilos para pasar cuatro o cinco horas en la playa. Vienen con cuatro sombrillas que ponen en donde les sale de los güevos y a partir de ahí comienzan a dar viajes a los coches y traer sillas, neveras, butacas, toallas, bolsas de plástico, tupperwares y demás. La zona se puebla de chiquillos, abuelas chillonas y demás. Esta gente produce más ruido que un avión en pista de despegue. Levantan arena y molestan a todo el que se pone cerca y lo único que se puede hacer para combatirlos es coger la toalla y emigrar a otro lado. Por suerte a mí me gusta ponerme bien arriba y los pachangueros de playa buscan siempre la proximidad del mar.
La parte más alejada de la orilla se llena de parejitas que vienen a pasar una o dos horas y a picotearse sin descanso. Están todos cortados por el mismo patrón. Ellas meten barriga y empujan tetas hacia afuera continuamente pensando que ellos no se dan cuenta de lo que están haciendo. Por lo general estas chiquillas no practican el top-less, algo reservado para hembras de más edad. Ellos se ponen bañadores de natación y cada vez que ellas miran hacia otro lado se pegan un apretón al paquete y se recolocan el rabo para que marque un volumen apetecible para las chicas. De nuevo parecen creer que ellas no se dan cuenta de lo que están haciendo. Es tan obvio que da risa. Te ves a los dos tratando de mantener el armamento en perfectas condiciones para una revisión y tan preocupados por el mismo que ni hablan por no cagarla.
Las divas desaparecen de la playa durante los fines de semana. Lo entiendo. No pueden ser admiradas en las condiciones adecuadas y encima corren el riesgo de acabar cubiertas de arena o de algo aún peor además de tener que soportar las lascivas miradas de viejos y casados que babearán descaradamente con sus ojos posados en las tetas de las chicas o en esos montes que se adivinan bajo los estrechos bikinis.
El nivel de las conversaciones también baja mucho. Las macro-familias no parecen tener ningún tema del que hablar. Se gritan unos a otros y se insultan entre ellos pero sin que exista contenido. Las madres se pasan llamando la atención a los chiquillos para que no entren en el agua con aullidos del tipo ¡Ayoooooooze, te voy a dá una hostia como no salgas ya! y similares. De cuando en cuando critican a alguna que ha llegado a la playa y que conocen con esas lapidarias frases envenenadas Mira a menganita. Hay que estropeada que está, mira lo gorda y fea que se ha puesto. Esto no sale de la boca de una sílfide sino de la de una tipa que lleva el chaleco salvavidas integrado en su cuerpo en forma de michelines grasientos que deben pesar unos treinta kilos y que tienen unas patotas con tobillos como columnas. Más tarde la mentada se pasará a saludar y todo serán comentarios como ¡Hay que bien estás mujer!, ¡Que bonito el color del tinte y el corte de pelo! y cosas por el estilo. Las dos se lanzarán unos dardos envenenados y tras un rato de fuego cruzado se separarán cagándose en los muertos de la otra pese a que por fuera muestren una gran sonrisa.
Lo único que nos mantiene a salvo de ellos es la arena abrasadora. Te pones en un sitio en el que la arena debe estar a cincuenta grados o más y después de extender tu toalla procuras que ni un centímetro de tu piel toque la arena o sufrirás una quemadura gloriosa. En alguna ocasión un chiquillo se escapa hacia nosotros y lo vemos venir corriendo y de repente se da cuenta que la arena lo está quemando vivo y comienza a gritar y llorar quedándose quieto. Una sonrisa salvaje y cruel se pinta en nuestras caras y nadie mueve una pestaña por ayudarlo. La madre tardará en reconocer el problema y para cuando se da cuenta manda al padre a buscar al niño y de paso a que le arree un rebencazo por estar haciendo tonterías. El padre nos ve a todos cachondeándonos de ellos pero no puede decir ni pío.
Para bajar al agua y darte un baño has de correr como una maricona por esa arena y recuperar la dignidad cuando llegas al agua. La temperatura aún no es la adecuada y yo personalmente prefiero entrar despacio así que soy un blanco fácil para esas malas bestias que se dedican a lanzarse en plancha a mi lado por joder. Yo arreo patadas ladinamente y ellos reciben los golpes sin quejarse porque saben que si abren la boca sus madres les echarán la bronca. Una vez me acostumbro a la temperatura y entro ya quedo bastante lejos de ellos y a salvo de sus putaditas. Al salir del agua llega la parte divertida porque subes hacia tu sitio arrastrando los pies y levantando nubes de arena que joden a los mismos que te han estado puteando a ti y si hay suerte les dejas el bocadillo lleno de tierra. Ellos te ponen cara de mala leche pero no dicen nada ya que saben que cuando llegaron a la playa te pringaron hasta arriba de arena y esto no es más que una dulce venganza.
Y así puede pasar una tarde de domingo cualquiera en una atestada playa de Gran Canaria.