Este pasado fin de semana el gran Dios nos ha regalado un clima de verano. Hemos estado por encima de los veinte grados, con un sol impresionante y un calorcito que nos permitía pasear en camiseta por las calles. Esto sería normal si no fuera porque estoy en los Países Bajos y estamos en Noviembre. Está claro que el clima no anda muy centrado. En mis seis otoños neerlandeses, es la primera vez que sucede algo así.
Hace un par de años teníamos algo de nieve por estas fechas y ahora las carreteras de acceso a las playas se colapsan. Ando con la ropa de verano y la ropa de invierno fuera, porque hoy me pongo un chaquetón y mañana me voy en camiseta. Es una situación extraña, algo anormal. Me imagino que serán las consecuencias del cambio climático, ese que aquellos que no quieren firmar el protocolo de Kyoto se niegan a reconocer. Unos se abrasan y padecen sequías, otros reciben huracán tras huracán y a los que quedamos nos toca un veranillo en noviembre.
Lo que aún no cambia es el problema de la luz. Ya se notan los días muchísimo más cortos. El sol gandulea y le cuesta alzarse sobre el horizonte. Por las mañanas me voy a trabajar a oscuras y por las tardes llego a casa de noche. En poco más de mes y medio habremos tocado fondo y comenzarán de nuevo a alargarse los días.
La naturaleza no se termina de creer esta tregua y se prepara para el invierno. Los árboles están soltando lastre a marchas forzadas. Las calles están llenas de hojas, células productoras de energía que han agotado su ciclo vital. Los colores ocres y rojos predominan, es el tiempo más hermoso en estas tierras lejanas, cuando la luz juega y crea sombras y tonos no vistos el resto del año. Las setas asoman orgullosas por cualquier rincón, volviendo cada año a los mismos sitios y repitiendo su ciclo de la vida.
Sólo nos queda prepararnos y esperar. Tarde o temprano llegarán las heladas, el frío, los aires gélidos y añoraremos estos días pasados. Serán los previos del invierno.