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  • Fruncimiento de ceños

    13 de enero de 2005

    Me tiene muy preocupado la marcha de la votación de esta semana. Salvo que suceda un milagro, la pregunta ¿Por qué fruncen el ceño los cantantes de reggaeton? va a resultar en un terrorífico empate. Os conmino a buscar otros equipos desde los que votar, o a vaciar la caché de vuestro navegador y borrar las galletas para que podáis volver a hacerlo. Esto no puede quedar así. En lugar de borrar las galletas, aprovechad y daros un empacho, que están buenísimas, sobre todo las del Príncipe de Barraguer ese.

  • Las vírgenes de San Telmo

    12 de enero de 2005

    Expropiación de la irresponsabilidad: Apreciado lector. La historia que sucede a este aviso puede herir tu insensibilidad y causarte graves prejuicios de índole religiosa. Si por un capricho de la vida eres de tendencias religiosas y de naturaleza facílmente ofendible, te ruego gratuitamente que te abstengas de continuar la lectura y te dediques a menesteres más onerosos como puede ser la búsqueda de ladillas en salva sean tus partes. Queda claramente desentendido que quien siga leyendo lo hace por su cuenta ajena.

    Las vírgenes de San Telmo

    La noche de mi cumpleaños se celebró a lo grande en Gran Canaria, como ya he contado. Toda la ciudad era una fiesta. Por alguna desconocida razón, siempre quedamos con la gente al comienzo de la calle de Triana, y siempre, por motivos aún más crípticos, terminamos yendo al concierto del grupo que toca en la plaza de San Telmo, concierto en el que o yo me estoy volviendo majara, o suenan todos los años las mismas canciones en el mismo orden y tocadas por el mismo grupo, del que tras todos estos años aún no conozco el nombre. Es algo sobre lo que no quiero pensar mucho porque la sola idea me aterra.

    Mientras esperamos por los rezagados y nos ponemos al día de las últimas vicisitudes de la plebe, permanecemos en corrillo a un lado de dicho parque, junto a la Ermita de San Telmo, también conocida como Ermita de San Bernardo. Este año, notamos que a su lado habían crecido dos chiringuitos. Dada nuestra afinidad por el alcohol y nuestra drogodependencia de los compuestos etílicos, enviamos en son de paz a uno de los miembros de nuestro grupo para que nos avituallara.

    Al poco, tras sortear mil y un peligros, volvió para darnos la mala noticia: «En el primer chiringuito ya no les queda cerveza». Nuestros murmullos desoladores desconcertaron a los cantantes de la desconocida banda, que seguían siendo ignorados por la plebe. Elegimos otro emisario y lo mandamos al segundo de los chiringuitos, aunque al volver nos confirmó la mala noticia. Yo, que soy de naturaleza incrédula, decidí tomar cartas en el asunto y me acerqué a uno de ellos. Inmediatamente lo vi claro, aunque no así mis conocidos. Allí no se vendía alcohol.

    No hay más que ver la foto para darse cuenta. Mis amigos seguían sustentando la errónea teoría de el agotamiento de las reservas alcoholíferas, pero eso no fue así. Allí nunca hubo alcohol. Era un chiringuito de vírgenes y las vírgenes nunca, nunca, nunca, venden productos que puedan perturbar su estado de máxima purificación.

    En el mismo instante en que las vi, las reconocí y tuve que emplear sucias artimañas para conseguir la foto que adorna esta historia. Uno de mis amigos se colocó como señuelo para hacer como que le hacía una foto y al descuidarse la virgen mayor, cambié mi objetivo y le hice una foto. Para proteger su santidad he optado por cubrirle la cara, porque la pobre ya tiene bastante con permanecer en su primera entereza y no haber servido aún para aquello a lo que estaba destinada. Esta foto, primicia informativa de deleznable magnitud, muestra los aspectos más característicos de una buena virgen de San Telmo. Estas mujeres permanecen impolutas y dedican su cuerpo y su alma a la satisfacción personal del cura de la iglesia en la que rondan. Son las beatas del párroco, el corrillo de gallinas cluecas que mantienen al macho de las cañadas que es el parroco en condiciones óptimas para el servicio.

    Una beata que se precie, no prueba el alcohol, salvo que sea en misa. El individuo objeto de nuestro estudio muestra además el distintivo por el que se las puede reconocer fácilmente a partir de cierta edad. Supongo que aún no lo habéis notado y os disculpo por vuestra falta de clarividencia, pero el collar es el símbolo que las delata. Vamos a ver, ¿quién se mete en un chiringuito a servir copas con un collar de perlas auténticas? Está claro, amigos míos, que sólo puede ser una beata, una mujer que juró no separarse nunca de la prueba que confirma su beatitud.

    Ese collar, objeto de coleccionista altamente codiciado, está realizado con un producto muy especial. Cuando la beata alcanza la madurez, se produce un cambio substancioso en su organismo monocotiledóneo que no es perceptible a simple vista. A raíz de esa permutación, se obrará un pequeño milagro cada cuatro semanas. Debido al incremento de las temperaturas por la falta de uso y al contacto excesivo con ambientes cargados de substancias religiosas, cada una de sus ovulaciones dará como fruto una perla, y estas irán aumentando de tamaño conforme la beata se haga mayor. Las últimas perlas serán por tanto las mayores. Esas perlas, infinitamente especiales, han de ser portadas las veinticuatro horas del día para gritar ante los hombres lo evidente: que su monte no ha sido arado, que ha sido consagrado a una divinidad y no producirá otros frutos. Resulta increíble el descubrir como un organismo que conserva integro el repliegue membranoso que protege su orificio externo puede fabricar algo tan hermoso con una cadencia y con una precisión tan asombrosa. Cientos de templarios murieron por defender este secreto que hoy os cuento.

    Os preguntaréis como puedo saber esto, pero para explicaroslo, tendría que contar la historia del día en que me expulsaron de una iglesia por quinta y última vez en mi vida y me fue prohibida la entrada al cielo y eso, eso es otra historia.

  • El agripado retorno, segunda parte

    11 de enero de 2005

    Una vez en Madrid, había quedado con Rodolfo, uno de los que suelen comentar por aquí, para tomar un café en el aeropuerto. No voy a revelar detalles de la conversación, aunque voy a pedirle a mi madre que le ponga dos docenas de velas a Santa Rita, patrona de los imposibles, porque el pobre lo tiene más difícil para ligar que Anormal y mira que yo creía que lo de Anormal era el límite inferior absoluto. Mientras departíamos en una de las cafeterías de Barajas, teníamos sentado cerca de nosotros a una persona de mucha edad o lo que comúnmente se conoce como viejo. Estaba solo, en una mesa, entretenido en cortarse esa parte del cuerpo animal, dura, de naturaleza córnea, que nace y crece en las extremidades de los dedos y que por simplificar llamaremos pezuñas.

    El viejo estaba tan entretenido lanzando partes córneas por doquier ejercitando la ley de la palanca, que se puede enunciar como: Una palanca está en equilibrio cuando el momento de fuerza total hacia la izquierda es igual al momento de fuerza total hacia la derecha. Pues eso, que el señor está aplicando la ley de la palanca y del esfuerzo realizado al cortar las pezuñas, se le desplazó el momento de fuerza total a la derecha y vaya por Dios, se le escapó un peo (pedo peninsular) o aquello que los poetas definían como ventosidad que se expele del vientre por el ano. No penséis que se sonrojó o mostró cualquier atisbo de arrepentimiento. El continuó aplicando su ley de la palanca al corte de uñas, sin inmutarse por nuestros comentarios y miradas reprobatorias. He de decir, que gracias a mi resfriado no sé si era de los que vienen aromatizados o no.

    Al suceder esto, una niña pequeña salió huyendo del terrorífico sonido y después de realizar una serie de incontrolables movimientos se estampó de frente con el riel para las bandejas de comida en la cafetería. El sonido que produjo su cabeza al golpear con la frente dicho metal alcanzó la nueva pista que se está terminando de acondicionar en Barajas. La niña soltó un alarido de 120 dB que despertó las más recónditas de mis neuronas. Hay rumores de que la niña puede haber sufrido daños permanentes pero no tenemos pruebas para demostrarlo.

    Tras el interludio con Rodolfo, de vuelta al interior del recinto aeroportuario y posterior embarque en vuelo de KLM, compañía que aún da comida en sus vuelos y las azafatas son todas unas vírgenes nórdicas cuyo hímen ya ha sido perforado. Cuando llegó el piloto, el copiloto y las cinco chochas, no pude sino recordar la película Atrápame si puedes y esas escenas con Leonardo DiCaprio rodeado de bellas azafatas.

    El vuelo hasta Amsterdam transcurrió sin más problemas. Resumiendo, que ya estoy en casa, superando el resfriado que me traje de España.

  • El agripado retorno, primera parte

    11 de enero de 2005

    Volare, volare. Qué sería de mí si no tomara un avión cada mes y medio. Seguramente tendría un corazón puro y honesto e iría por la vida repartiendo estampitas de EscriBisbal de Palanganer. Pero Dios me castigó y es mi cruz el encerrarme en un cilindro metálico con más de cien personas y rezar para que el ordenador de abordo no permita al desgraciado pervertido que solo piensa en follar azafatas cometer ningún error.

    La cosa empezó a las 5 de la mañana cuando me levanté para ir al aeropuerto. A las seis menos diez estoy allí, eligiendo cola para facturar. Esa banal tarea requiere de una gran precisión. Si te equivocas, te vas a agarrar unos nervios que te van a producir granos. La regla del tocomocho dice que no hay que escoger ni la más larga ni la más corta. La primera, porque seguramente quien está trabajando en ese mostrador no es muy espabilado. La segunda, porque es sospechoso que la gente de la otra cola no se haya cambiado. Así que de las dos colas medianas, elegí una al azar y me apresté a la espera.

    Como hoy en día te pesan todo y si te pasas te la meten sin vaselina, iba en modo super-gay viajero. Las dos botellas de agua en los bolsillos del abrigo de invierno, la cámara en el cinto, el iPod, el cubo de Rubik, la pila extra de la cámara, y todo lo que pesaba más de cincuenta gramos y no ocupaba mucho en los bolsillos de dicho abrigo, que son como alforjas de canguro. Anudado a la cintura el pullover para el aire acondicionado glacial del avión. O sea, quince kilos encima mío por si les da por pesarme la mochila y conseguir que esta sólo pese 3 kilillos, no más. Como llevaba el portátil, lo llené también con libros, revistas, cargadores de equipamiento electrónico y demás. El hijoputa pesaba por lo menos diez kilos. El engaño se basa también en tu capacidad para simular que no llevas mucho peso, así que aunque el anorac y el portátil me empujaban hacia la planta inferior del aeropuerto, yo aguanto estoico con una sonrisa boba en la boca (algo fácil de implementar ;-))

    La cola va avanzando lentamente y cuando finalmente me toca mi turno, la chica, o el individuo que tiene las cualidades consideradas femeninas por excelencia, si queremos ser políticamente correctos, me atiende sin una sonrisa en su boca. Pesa mi maleta (pero no mi bolso, después de todo lo que tuve que hacer por aligerarlo), imprime la tarjeta de embarque, imprime la etiqueta para facturar la maleta y de repente mira a la pantalla, me mira a mí y se marcha corriendo. Todo el mundo en la cola me mira, sospechosamente. Pierdo el rojo que he cogido en la playa y me quedo más blanco que la pantalla de un cine. Pasa un minuto, dos, tres, cuatro y cinco y no sucede nada. A esas alturas ya pienso que me van a meter un puro que me voy a cagar. Seguro que estoy en la lista de los capullos más buscados, porque eso no es normal.

    Cuando estoy recapacitando y reviviendo mentalmente mi vida en Gran Canaria las dos últimas semanas para ver si he cometido algún crimen imperdonable, la chica del mostrador de al lado me dice que espere un segundo, que ahora viene ella a completar el trabajo. Eso me inquieta aún más. Acaba el segundo individuo que tiene las cualidades consideradas femeninas por excelencia con su trabajo, sale corriendo de su mostrador y se viene al mío. Mira lo que la otra ha hecho y me confirma que ya estaba todo. Le pone la etiqueta a mi maleta, me da la tarjeta de embarque, me devuelve el pasaje y el pasaporte y me dice: «Es que mi compañera tiene diarrea por culpa de la gripe y no se puede aguantar sin cagar«. Eso, señores, es lo que la RAE define como Concisión y exactitud rigurosa en el lenguaje, aunque yo siempre he preferido pensar en esto como Distinción con que por medio de los sentidos, y más especialmente de la vista y del oído, percibimos las sensaciones, y por medio de la inteligencia, las ideas. Capté la idea, meridianamente.

    Después de saber que la chica se cagaba por las patas pa’ bajo y que por eso me había abandonado, entré en la zona de salidas y esperé a embarcar. En Air Europa se embarca por filas y lo más divertido es pasar un kilo y ponerte en la cola, independientemente de que hayan nombrado la tuya. Por supuesto hice como los demás y me acoplé en la línea. Ya dentro del avión y sentados, cierran las puertas y no pasa nada. Así media hora hasta que el piloto anuncia que por congestión en Madrid Barajas no tenemos permiso para despegar. 50 putos minutos esperando por el dichoso permiso. Quiero aprovechar este pequeño espacio para cagarme en la madre que parió al cabrón que decidió convertir Barajas en el nudo del tráfico aéreo español.

    En vuelo no hubo incidencias. Llevábamos a una Günter alemana como jefa de la tripulación de cabina, más fría la hijaputa que el nitrógeno líquido y cuatro chicas supercachondas y buenorras para los pobres de clase turista. Como yo voy con los pobres, no tuve que sufrir a la pelleja bávara, que nos obligó a todos en la puerta a enseñarle la tarjeta de embarque para explicarnos donde era nuestra fila y nuestro asiento. Me sentí familiar cercano de Forrest Gump y por ello le estaré eternamente agradecido.

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