La semana pasada tuvimos la primera de seguramente muchas experiencias traumáticas y terroríficas con el calor infernal en los Países Bajos. Los peores días eran el viernes y el sábado, así que el viernes, me organicé una sesión triple en la filmoteca en Ámsterdam por la tarde para refugiarme allí en los brazos de sus salas con airote acondicionado desde las tres de la tarde a las diez de la noche. Sobre la una salí de mi casa para darme un garbeo por el centro de Utrecht y también para ir andando desde la estación de Amsterdam Amstel hasta el cine, paseíllo de cuarenta y cinco minutos super-hiper-mega agradable junto al río Amstel. Estaba en ese paseíllo y justo cuando dejé la vera del canal para caminar por Ceintuurbaan, calle amplia y con árboles, con lo que hay más sombra, por no decir que como por ahí no suelo ir, igual descubría alguna nueva bicicleta que todos sabemos que me fascinan. Iba por Ceintuurbaan, tan tranquilo, cuando hacia mí viene una bici del modelo bici-de-vieja, de las de siempre, sin motor eléctrico, sin velocidades, con freno a contrapedal y sobre la susodicha iba una pava desmpampanante, de rubio de ese del tipo agua oxigenada, sin maquillaje alguno, que a las holandesas les produce repelús y con un traje rojo ligerísimo, de esos que permiten la circulación del aire en un día tropical. Yo llegaba a la esquina y la beba mencionada venía hacia mí cruzando una calle amplia llamada Van Woutstraat. Lo que sucedió fue que cuando llegaba al final del cruce, antes de volver a tener la acera con casas, al parecer hubo un golpe de aire cálido que le lanzó el traje rojo hacia el cielo, se subió, presto y súbito, en un instante y lo que quedó claro como el agua de manantial es que la beba de rojo no llevaba bragas. Directamente enfrente de mí, a unos pocos metros, una pava en bicicleta con el coño al sol y tratando de bajarse el vestido como podía, pero muy limitada porque estaba en la bici e iba a una velocidad que no podemos decir que fuera alta, pero lo suficiente para darte una buena hostia. Ella intentó agarrar la falda y devolverla a su sitio pero el aire de la esquina la empujaba hacia arriba y hacia atrás y a mí, espectador de primera fila, me quedaba delante su coño afeitado. La pava pudo ver que mis ojos la escaneaban allí, en aquel preciso lugar, pero no podía hacer nada porque con una mano agarraba el volante y con la otra intentaba trincar el traje y reposicionarlo en la zona en la que debería estar. No solo vio que mis ojos no estaban mirando a los suyos, es que me vio la sonrisa socarrona y cuando pasó a mi lado, giré mi cuerpo mirándola y disfrutando de su expresión de horror absoluto, que seguro que la desgraciada pensó en cancelarme, que ahora está tan de moda, pero vamos, si no quieres que te vean el coño, ponte pantalones o usa bragas, guarra.
Fue el momentazo de ese día horrendo, al que siguió una noche tropical, que en los Países Bajos es una noche en la que el termómetro no desciende de los veinte grados en ningún momento de la noche. Durante los cien años del siglo XX (equis-equis), hubo CINCO noches tropicales en el mes de junio, dos seguidas en 1957 y tres seguidas en 1976. En el siglo XXI (equis-equis-palito), en este milenio, de los veintidós años de siglo y milenio que llevamos, ya han habido siete noches tropicales en junio, una en el año 2005 y el resto en los años 2019, 2020, 2021 y la noche del viernes del 2022. O sea, no hay cambio climático pero ahora nos atorramos en junio por la noche. Cuando salí del cine y volvía a mi casa, que vino llegando después de las once y cuarto, tras el viaje en tranvía, tren y bicicleta a mi casa, al llegar, en la calle, había veinticinco grados, era un infierno y ni podía abrir las ventanas y poner el ventilador porque lo que iba a mover era aire caldeado. La noche del viernes del avistamiento de la beba de rojo fue horrenda y le siguió un sábado de sufrimiento extremo en el que llegamos a los treinta y cinco grados, que hubo un momento, por la tarde, en el que estaba tirado en el suelo del salón de mi casa para mantener la temperatura corporal. Esa noche, por suerte, comenzó a enfriar y yo me entregué por completo al frío, moviendo aire en mi casa sin parar y tanto bajé la temperatura de la casa, que acabé resfriándome, pero mereció la pena, conseguí que mi dormitorio se pusiera a unos maravillosos diecisiete grados con los que se duerme de puta madre tapadito con mi edredón. Hoy han comenzado a subir de nuevo los termómetros y mañana, si nos mira un tuerto, puede que tengamos la segunda noche tropical de este mes de junio.