Planta 33 – capítulo octavo


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La parada de la línea B no quedaba muy lejos del hotel. Afuera el viento helado me raspaba la cara como una cuchilla. Con tantos rascacielos las calles parecen túneles de viento que golpean a los peatones y los obligan a buscar refugio. Una mujer llevaba un niño en un cochito, completamente cubierto por una cubierta de plástico. El chiquillo me miró asombrado desde su refugio. Llevaba un gorro de los Yankees de Nueva York y el abrigo lo hacía parecer un muñeco gordo y torpe. Llegué a la boca del metro y bajé las escaleras. La parada de la calle Cuatro es un punto de intersección de líneas y al entrar te encuentras con los torniquetes y el guardia de seguridad. Compré un billete en una de las máquinas. Opté por el pase para una semana porque sale más rentable que los individuales. Crucé y una vez dentro busqué los carteles que me indicaran el camino hacia la línea Q en dirección a Brooklyn. Un grupo de personas corría para llegar al andén, quizás sabedores de los horarios. En una esquina un anciano trataba de entrar en calor metiéndose papeles de periódico dentro del abrigo. Una mujer trató de darle un dólar pero el hombre rechazó indignado la limosna y farfulló algo que no pude entender.

Al llegar al andén me alejé del borde. Siempre me ha dado miedo estar cerca de las vías, pienso que alguien me empujará y moriré entre golpes de la corriente de alta tensión que alimenta los trenes y los desgarros producidos por este último al chocar conmigo a alta velocidad. Seguro que alguien ha hecho un estudio estadístico y es casi imposible que eso suceda pero prefiero no tentar a la suerte. La gente seguía llegando y se repartían por el andén, unos leyendo el periódico, otros escuchando su música y algunos hablando por teléfono. Una pareja discutía sobre algo y subían el tono de su voz por momentos. La gente que estaba más cerca los miraba con recelo. Ellos no parecían darse cuenta o quizás no les importaba.

A lo lejos se oían ruidos que fueron aumentando y pronto vimos aparecer un tren por el otro andén. Al detenerse se abrieron las puertas y un río de gente saltó y comenzó a andar con paso ligero hacia las salidas. Algunos se detenían perdidos y eran atropellados por los que llevaban detrás. Un ciego trataba de avanzar usando su bastón y la gente se volvía irritada cuando los golpeaba pero al verlo se apartaban con miradas avergonzadas. Somos así de hipócritas. Si no fuera ciego buscarían bronca pero como el hombre ya hace un gran esfuerzo para valerse por sí mismo, nos tomamos deportivamente el golpe. El bastón del ciego producía un ruido rítmico al golpear en el suelo, similar al de un metrónomo. Cuando acabó de salir la gente del interior del vagón los que esperaban fuera se lanzaron a su interior para conseguir asiento. Los vagones del metro de Nueva York solo tienen asientos en los lados para que haya más espacio para la gente que va de pie. Nadie se fija en los otros y resulta extraño ver a una persona ceder su asiento a un anciano o a una mujer embarazada. En una ciudad tan poblada la gente se mueve en transporte público y parecen no notar la existencia de los otros, o la niegan directamente. Se oyeron unos pitidos y las puertas se cerraron. El metro se marchó tan rápido como había llegado, acelerando y arrastrando su ruido hacia algún otro lugar.

En menos de un minuto apareció otro tren y este venía a nuestro andén. Tuve suerte y quedé cerca de una puerta. La gente se agolpaba detrás de mí y a mi lado. No salieron muchos y nosotros nos apelotonamos en su interior. La línea B es muy popular porque es una de las líneas expreso, no para en todos lados. Aún así calculé que me tomaría al menos media hora llegar hasta la zona de Conney Island. Un chino dormitaba en uno de los asientos, cayendo sobre la persona que estaba a su lado y despertándose de un brinco cada vez. Se disculpaba y al instante estaba de nuevo dormido.

Al cruzar el puente de Manhattan atisbé la estatua de la Libertad a lo lejos, entre los hierros del puente. Su antorcha dorada brillaba como un faro. El metro redujo la velocidad al pasar por el puente. Supuse que si van a la velocidad normal igual se desmorona. Todas estas infraestructuras llevan años en funcionamiento y aunque Nueva York es la capital del mundo, no significa que se gasten mucho dinero en mantenimiento. Una vez cruzamos a Brooklyn se fue vaciando poco a poco y en la parada de Prospect Park conseguí un asiento. A mi lado un negro con el pelo rebelde tecleaba algo en un Blackberry. Cuando lo miré pensé primero en la palabra negro pero inmediatamente fue censurada en mi cerebro y sustituida por la expresión persona de color. Me imaginé volviéndome transparente y desapareciendo por la falta de color y me reí en voz baja. El negro me miró entre asombrado y molesto y volvió a concentrarse en la pantalla. Su pelo pedía a gritos no un corta sino una podada. Podía escuchar la música que estaba oyendo porque la llevaba tan alta que escapaba a sus auriculares y me llegaba alta y clara. Era algún tipo de rap, con ese ritmo machacón y esas voces repetitivas que parecen estar diciendo siempre lo mismo. Más adelante el chino seguía durmiendo y ahora solo se despertaba al llegar a las estaciones.

En una parada llamada Kings Hwy se bajaron casi todos los que quedaban. Cuando las puertas estaban a punto de cerrarse el chino se despertó, miró desorientado hacia afuera buscando los carteles con el nombre del lugar y cuando lo vio saltó de su asiento agarrando la mochila y dirigiéndose hacia la puerta. No le dio tiempo. Golpeó la puerta con rabia pero eso no la abrió. Me miró frustrado y vio mi sonrisa. Se quedó de pie junto a la puerta hasta que llegamos a la siguiente parada. Yo seguí hasta Brighton Beach. Me bajé para transbordar a otra línea. Una sola parada y llegué a Ocean Parkway. Caminé hasta el final de la plataforma y bajé las escaleras para salir. Al final de las mismas pasé de nuevo por un torniquete y respiré el aire de la calle. Saqué un papel de mi bolsillo con las indicaciones para ir al edificio en el que se había quedado Jorge y después de leerlo detenidamente me eché a andar.

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8 respuestas a “Planta 33 – capítulo octavo”

  1. Yo también siempre tengo el temor que alguien me empujará en el andén. En el cine quiero estar siempre en la última fila porque así nadie me puede apuñalar por la espalda mientras disfruto una peli, si me toca en otro puesto, no la paso tan bien. Un abrazo.

  2. Plus, tranquila, no hay intenciones en ese sentido. Con cada nuevo viaje se me ocurren líneas nuevas. Igual nuestro colega se viene a Roma