Planta 33 – capítulo séptimo


Hace más de seis meses comencé a escribir Planta 33. Por desidia no había tocado la historia hasta hoy pero como habrás visto el título y te preguntarás por los capítulos anteriores, salta a Planta 33 – Capítulo primero para que la leas desde el comienzo y al final de cada capítulo tendrás un enlace al siguiente.

Al salir del túnel Manhattan te golpea en la cara. Es otro mundo, algo que no puedes encontrar en ningún otro lugar. La carretera desaparece comida por grandes rascacielos que lo rodean todo, que te aplastan con su masivo tamaño. Ni siquiera tienes tiempo de verlo venir porque tus ojos aún se están acostumbrando a la luz cuando la sombra de esas moles gigantescas te vuelve a cegar. El taxi avanzaba a trompicones entre el tráfico, bajando Manhattan en dirección a Washington Square. Un mendigo trataba de calentarse usando los vapores que salían del suelo y que eran producidos por las máquinas de calefacción de los edificios. A su lado tenía un carro de supermercado lleno con sus cosas, posiblemente heladas por el frío. En una esquina había un pequeño puesto con un vendedor que atendía una cola de agresivos ejecutivos que querían comprar un café y un bollo. El taxista blasfemaba en su propia lengua mientras no nos movíamos. El taxímetro avanzaba lentamente, como un reloj y aproveché para comprobar mi correo usando el teléfono.

A la altura de la calle Catorce nos alcanzaron las sirenas de los bomberos. En Nueva York siempre hay coches de bomberos corriendo de un lugar a otro, cortando el tráfico y desplazando esas enormes máquinas que siempre parecen a punto de volcar cuando giran en una esquina. Siguieron su camino pasando entre el tráfico. El taxista ni se inmutó, acostumbrado como estaba a estas interrupciones. Un poco más tarde me dejaba a la entrada del Hotel.

El portero no acudió a abrirme la puerta y ayudarme con el equipaje porque no lo tienen. Forma parte del encanto de este hotel. Es un pequeño trozo de Europa en la Gran Manzana, con su aspecto decadente y sutilmente recargado. En su interior, los colores caoba te golpean como una bofetada. Todos los rincones parecen abarrotados con detalles y adornos fuera de lugar. Me atendió una joven amable que se estaba trabajando su propina. Sabía mi nombre y me ayudó para que el siempre tedioso proceso del registro acabara lo antes posible. Había reservado una habitación Deluxe Queen, las mejores que tienen. Me recordó que si quería podía concertar una cita con el entrenador personal para usar el gimnasio y me aconsejó que visitara el restaurante, el cual ha sido recomendado en varias ocasiones por los mejores críticos culinarios de la ciudad. Se sabía muy bien la lección. Te lo decía y parecía que era la primera vez que esa información salía de sus labios, que se estaba dignando en compartir un gran secreto contigo. Me dieron una habitación con vistas a la calle. Desde mi ventana podría ver a un lado Washington Square y al otro el Empire State Building. Cogí la tarjeta que abre la puerta de mi habitación y le dejé diez dólares de propina. El ascensor desde afuera parecía como de otros tiempos, con una aguja que señalaba el piso en el que se encontraba. Llegó y con un suave zumbido se abrieron sus puertas. Por dentro estaba completamente reformado. Recordé que la recepcionista me dijo que usara la tarjeta de la puerta con el ascensor. La introduje en la ranura correspondiente y se cerraron las puertas. Me pregunté como sería cuando suben varias personas o cuando alguien te lleva algo a la habitación, porque allí no había botones para pulsar.

La puerta se abrió en mi planta y busqué mi habitación, la 609. La moqueta había sido cambiada recientemente y aún olía a nuevo. En las paredes un montón de cuadros de viejas estrellas de Hollywood parecían mirarme. Encontré la puerta de mi habitación y usé de nuevo la tarjeta. entré y la puerta se cerró sola. No era muy grande, al menos para lo que suele ser habitual en los Estados Unidos. Estaba decorada con el mismo estilo que la recepción, con ese aspecto rancio y de Vieja Europa. Sobre la enorme cama había tres cuadros, uno de Greta Garbo, otro de Rita Hayworth y otro de Clark Gable. En la ventana una máquina de aire acondicionado ronroneaba empujando aire caliente dentro de la habitación. Me acerqué a mirar el baño. Era grande y estaba muy limpio. Lo presidía una enorme bañera con una grifería de esas que solo ves en casas de señoras mayores. Un montón de toallas descansaba sobre un pollo de mármol. En algún lugar escuché una sirena de ambulancia que se desvaneció a los pocos instantes. fue en ese momento cuando me di cuenta: Estaba en Nueva York.

Abrí mi pequeña maleta, saqué la ropa y la coloqué en el armario. Sobre el escritorio puse el ordenador y lo conecté. Tenía Internet en la habitación y aproveché para comprobar el correo y la bolsa. Dejé el portátil encendido. De manera mecánica, casi sin darme cuenta, recoloqué todas las cosas sobre la mesa hasta ponerlas en el orden que a mí me gusta. Una vez alguien me dijo que a veces daba miedo, que mi obsesión por el orden no debía ser muy sana.

Sobre la cama había una pequeña chocolatina, una cortesía del hotel. La abrí y me la comí de un mordisco. No había venido a la ciudad para hacer turismo, así que cogí mi chaqueta y salí de la habitación. Al llegar a la recepción le pregunté a la chica por la parada de metro más cercana y salí a la calle bien abrigado. había llegado la hora de averiguar lo que le había pasado a Jorge.

Si quieres seguir leyendo la historia, sigue el enlace hacia Planta 33 – capítulo octavo


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