Valencia


El círculo de gente por la que siento aprecio y afección se expande y contrae continuamente. Uno de los llegados a ese entorno en el último año ha sido Kike. Pasamos unos días juntos en Praga, viaje que recordaréis y que seguro que habéis leído. En aquella ocasión Kikeme invitó a visitar su tierra natal por unos días y ya sabéis lo malos y rastreros que son los amigos, siempre dispuestos a restregarte las promesas incumplidas. Así que como se acababan los fines de semana antes de navidades y por motivos propios y ajenos la cosa había sido más difícil de planear de lo que yo pensaba, tardé unos nanosegundos en decidirme en uno de esos días que mi amigo estaba tirándome puyas. Como a mi empresa le interesaba explotarme hasta la suciedad del fango proletariado, trabajé una semana cincuenta y seis horas y recuperé esos dos días la siguiente viajando a Valencia para un fin de semana largo.

Sobre las fases relativas al transporte ya habéis leído. Para aquellas hembras casaderas que estén buscando pareja estable, deciros que Kike es un muy buen partido. No solo es alto y guapo sino que además vive en la versión fallera de Villa Meona, un chabolo de cuidado en el que únicamente se echa de menos las gracietas de Julio-Joshua, Enrique de Jesús y Chabeli Vargas. Después de llegar y asentarme en el casorio nos bajamos a la ciudad a visitar el templo de todas las compras y hacer algo de turismo. Por supuesto me refiero al English cut, ya que en esos paraísos del consumo hay relojero y necesitaba reparar la cadena de ese utensilio indispensable que va sujeto a mi muñeca. Visitamos la Ciudad de las artes y de las ciencias, un conjunto de edificios faraónicos de reciente construcción que tratan de elevar el nivel arquitectónico de una villa de por sí hermosa. Personalmente aborrezco ese tipo de arquitectura Tutankatómica de la que unos cuantos arquitectos españoles parecen ser adalides. Esos edificios rompen el paisaje y no pegan ni con cola, pero hay que reconocer que quedan bonitos en las fotos. Una vez terminamos el paseo alrededor de la almendra, el capullo en flor y los huevillos tempraneros nos fuimos al centro de la ciudad y nos centramos en la parte nueva de dicho entorno. Valencia tiene un aire que me resulta vagamente familiar. Las casas, las plazas, los rincones, todo me suena conocido aunque nunca había estado allí. La gente habla castellano y valenciano indistintamente. Escuchar mi idioma al volver de Holanda siempre me choca ya que habitualmente presto atención al oír español y al estar inmerso en nuestro país se me colapsan las terminaciones noveléricas (por lo raro que me resulta oírlo en la calle). Tras un rato me tuve que desconectar o me vuelvo loco. Algo que me llamó la atención de la ciudad es que por todos lados hay naranjeros. De siempre he sabido que las naranjas vienen de Valencia pero nunca pensé en ello como algo tan visible, creía que era más un concepto. Los hay por todos lados, en parques, plazas, avenidas y todos cargados de fruta. Este es el detalle que más me ha llamado la atención.

Este primer día transcurrió placenteramente. Por la noche estuvimos en un cine brutal, con veinticuatro salas. Eso es más que todas las salas que hay en las ciudades de Utrecht y Hilversum juntas.

Al día siguiente paseé por la zona antigua del centro visitando iglesias, puertas de la ciudad y demás monumentos. Subí a la torre de la catedral y desde aquí quiero aprovechar para rogar y pedir por favor a la Iglesia Católica y muy pronto Rumana que a ver si se dejan de acaparar dinero y ponen unos ascensores que eso de subir doscientos y pico escalones enormes revienta a cualquier hijo de cristiana y con lo que nos cobran por subir seguro que se lo pueden permitir. La vista desde allá arriba mereció la pena pero para disfrutarla me tuve que sentar cinco minutos, al igual que el resto de la gente. Por alguna razón que seguramente no tiene ningún sentido el casco antiguo de Valencia a mi me recuerda a la serie Cuéntame como que pasó, serie de la que solo he visto un par de episodios. Los edificios deben tener alrededor de un siglo y le dan ese toque pintoresco y naif. Mi sentido de la orientación es legendario y lo puse a prueba continuamente perdiéndome en cada encrucijada. Hay que ver lo malo que soy con los mapas o lo mal hechos que están estos últimos. Yo debería haber nacido con GPS de serie.

El sábado, mi tercer día en tierras valencianas estuvimos por esos campos de Dios. Visitamos el monasterio de San Miguel ubicado en el municipio de Liria, en la cima de una montaña a la que llegamos con el coche de puro milagro ya que las indicaciones estaban puestas con saña e inquina, supongo que para evitar que los zarracenos que comienzan a repoblar la piel de toro puedan mancillar aquel lugar. Allá arriba, a casi trescientos metros de altura hacía un frío de morirse, con un viento helado que le agrietaba los huevos al más pintado. Desde allí fuimos a Marines viejo. En la parte nueva de dicho municipio hay una base del ejército y otra de la OTAN. Imagino que los americanos no se pudieron resistir y con su alto intelecto cuando vieron en un mapa la palabra marines supusieron que queríamos que construyeran una base en aquel lugar y eso hicieron. La parte antigua es un pequeño pueblo entre montañas con unas vistas que quitan el aliento y unas calles como de cuento. Allí la vida discurre con un ritmo más relajado, distinto. Nos tomamos unas tapas en el bar del pueblo y seguimos nuestro paseo dirigiéndonos hacia la costa. Estuvimos en la playa del Puig y por segunda vez este año paseé junto al mediterráneo, ese mar de color azul verdoso y tan distinto del océano atlántico en el que yo me he criado. Desde allí fuimos a la playa de la Malvarrosa, en plena ciudad de Valencia, un área en la que especuladores descorazonados y zarrapastrosos pretenden expropiar a las gentes que han vivido allí toda la vida para construir apartamentos a mansalva. Esta gente es el cáncer de nuestro país y no descansarán hasta que acaben de arrasarlo. Comimos un arroz negro por allí y continuamos la ruta hacia la Albufera de Valencia, lugar que todos los ancianos como yo recordarán por aquella mítica serie llamada Cañas y barro, aquella en la que las tías eran macizas, fortachonas y follaban entre dos aguas y mucho barro. De allí sale ese arroz tan delicioso. Cruzamos los arrozales por esos caminos que ha creado el hombre para andar por la albufera con campos totalmente inundados a ambos lados y mi instinto japonés me hizo hacer fotos a destajo. Me venían a la memoria recuerdos de cuando era niño y veía la serie antes de que existiesen televisiones privadas o similares. Aquellos eran otros tiempos. En aquel lugar parece congelado, perdido en una era anterior. Había barracas y de no ser por los coches y los cables de electricidad que se veían en el horizonte, nadie diría desde allí que estamos en el siglo veintiuno.

Al acabar esta visita volvimos a la base y descansamos para salir por la noche. Primero cenamos en un chino. A mí este tipo de sitios me da muy mal rollo porque una vez te acostumbras a comer buena comida como la que sirven en el New King de Ámsterdam los demás restaurantes no dan la talla. Pedimos unos rollitos Tailandeses por probar algo exótico y resultaron ser una mierda. Era un híbrido entre wan-tun y Dios sabe qué, una especie de salchicha recubierta de algún mucus surgido de oscuridades insondables o en su defecto de la vagina de la mujer del cocinero. En la comida tampoco tuvimos suerte, ya que las bolitas de pollo eran muslos de pollo fritos a los que se les había arrancado casi toda la carne dejándolos muy desangelados, en plan chupa-chups. Tras este pequeño fracaso nos fuimos de copas, arte que los españoles han sublimado y elevado a cotas insospechadas. Ya habéis leído la historia producto de esa salida (Metrosexual) y no pienso contar nada más (creedme, tampoco estoy ocultando nada oscuro o siniestro). Me fascina como las chicas salen a la calle de marcha con nueve grados de temperatura medio desnudas. Unas pecan por exceso y van más tapadas que una afgana y las otras pecan por defecto y supongo que llevarán un termo en el coño para mantenerse calientes, porque si no que me digan como lo hacen para poder ir por ahí enseñando chicha y michelín a destajo. El sano deporte del botellón está prohibido en la ciudad y los jóvenes se las ven y se las desean escondiendo las botellas cada vez que pasan los ladinos policías. Al final todo forma parte del juego.

Mi último día fue de transición. Mi vuelo salía cerca del mediodía así que no hicimos nada, únicamente despedirnos y jurar por tutatis que volveremos a repetirlo. Ahora la pelota está en el tejado de Kike, que tendrá que devolverme la visita y morar durante unos días en el palacete del que soy propietario en Utrecht y al que la gente suele referirse como er Chumino. Por descontado se puede traer a su familia, los cuales me dieron asilo y apoyo emocional en estos días. Mi sobrino Kike me preguntó si me había gustado la ciudad. En aquel momento dije que sí casi sin pensarlo. Tras haberlo meditado un par de días lo reafirmo. Es un lugar agradable y con encanto, enriquecido por múltiples culturas y en donde la vida tiene un regusto dulce. De casi todos los lugares que he visitado tengo muy buenos recuerdos pero son aquellos en los que además había buena compañía los que despiertan la añoranza del regreso. Valencia está en la lista de ciudades a las que volveré porque allí me siento en buena compañía.

Y así transcurrieron estos días de vacaciones que se fueron volando y que han precedido a mi inesperado viaje a Sudáfrica. Próximamente pondré algunas fotos en la bitácora para que veáis las cosillas que hay por allí.

Puedes leer el relato del viaje de vuelta en Vuelin con nosotros


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