Volver, volver, volver


El primer salto del año no estuvo exento de incidentes. La noche anterior estuve con unos amigos en el campo y hacía un poquito de virujilla, lo cual no impidió que nos sentáramos en una terraza a pasar frío y de paso a compactar los huevos, que cuando llegué a mi casa y los tenía como pelotas de ping pong. Al día siguiente ya me noté que tenía la garganta tocada mientras preparaba la maleta. Llegué al aeropuerto al mediodía y como siempre, sonrisas infinitas para que no me hagan pagar por exceso de equipaje. Esto me ha funcionado siempre salvo en la última ocasión en que viajé con los cabrones de mierda de Iveria, gentuza que me levantó una pasta por tres kilos. Por suerte de mi mano ya no comen y espero verlos caer algún día, momento que celebraré con gran alborozo. Como había que esperar un rato pasé el control del seguridad y me dediqué a curiosear por las tiendas del aeropuerto, esas libres de impuesto que consiguen vender las cosas más caras o al mismo precio que las que sí pagan impuestos. Precio de una botella de whisky que llevaba de encargo en el aeropuerto: veintisiete euros libres de impuesto y con super de rebajas se quedaba en veintitrés. Yo pagué veintidós en un hipermercado en el que no estaba en oferta. No diré más. Me dejé caer por el Vurguer Queen que hay dentro de la terminal y casi me caigo del susto cuando vi la alegría con la que han puesto los menús que en cualquier otro lugar valen cinco euros a nueve. Desde aquí os lo digo, ni se os ocurra pisar uno de esos restaurantes en los aeropuertos españoles, que parece que la calidad de su comida debe ser infinitamente superior al resto cuando con tanto descaro se arriesgan a atracar al cliente.

De vez en cuando miraba los paneles y mi avión seguía sin tener puerta asignada. Cuando ya era la hora del embarque se oye un aviso por megafonía y sale la gente corriendo desde todos lados hacia dicha puerta. Nos empaquetaron a todos allí dentro y salimos hacia el norte. En este primer vuelo me tocó una pareja de ancianos a mi lado que no dieron la lata ni intentaron hablar conmigo, lo cual agradezco de veras. Aproveché para escribir algo. El descenso no fue tan mal como me esperaba. Los oídos se me desbloqueaban sin problemas por la diferencia de presión pese a mi latente catarro. Cuando llegué a Barajas, posiblemente el peor aeropuerto de Europa, nos tuvieron un gran rato esperando en el avión antes de que llegaran los que se supone que ponen la escalerilla y demás. Aproveché para cumplir con el ritual de la cagadita en el aeropuerto, que con las tasas que pagamos por usar esos recintos por un par de horas es lo menos que les puedo dejar para mostrar mi agradecimiento por su abnegación a la hora de robar a los pasajeros. En la zona de la puerta C37 me conecté gratis a internet y casi sin darme cuenta nos llamaron para tomar el siguiente vuelo.

KLM es una compañía que está a otro nivel y eso se nota. Subimos y salimos hacia casa sin problemas. El piloto nos contó su historia como siempre y las azafatas pasaron dando los bocadillos y demás. había mucho garrulo español allí dentro gritando y dejándonos a la altura del betún. llevaba dos a mi lado de cuidado, una parejita que iban de vacaciones a Amsterdam. Todos sus intentos de comunicación con la azafata fracasaron y ellos lo achacaban sin dudarlo al deficiente inglés de la misma. Yo por joder hablaba con ella en holandés y la pobre mujer me miraba cada vez que tenía que tratar con aquellos y sonreía resignada. Imagino que cuando se metieron en algún koffieshop les pusieron hierbas de algún montón de estiercol y estos ni se enteraron.

Al aterrizar fue cuando comenzaron los problemas para mí. Un oído compensaba la diferencia de presión sin problemas pero el otro no funcionaba. Mil metros menos, dos mil, tres mil y aquello que no aflojaba y la presión dentro seguía aumentando. Un dolorcillo comenzó a extenderse desde la oreja hacia el interior y aumentaba por momentos. Seguimos descendiendo sin que aquello mejorara. Intenté todos los trucos conocidos: soplar trancando la nariz, abrir la boca y tragar, masticar chicle y nada lograba romper el bloqueo del oído. Todo esto sucedió en unos veinte minutos que no olvidaré en mucho tiempo. Cada nuevo nivel de dolor insoportable era rebasado sin problemas y continuábamos hacia la siguiente frontera. Al tomar tierra se desató el infierno, de una tacada oí como algo rasgándose y el oído liberó la presión. Del dolor casi me desmayo en mi asiento. A ese le sucedieron tres más consecutivos que me provocaron dolor de cabeza y un dolorcito que me duró dos días, además de dejarme medio sordo. Salí del avión tambaleándome y fui directo al Schiphol Travel Taxi. No tuve que esperar mucho por el taxi compartido y media hora más tarde ya estaba en mi casa.

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